Lo «digital» ha
impregnado nuestras vidas de forma no por previsible menos asombrosa. Y
entrecomillo el término 'digital' porque de puro extenso es muy difícil de acotar
y definir; tan difícil que suele aparecer acompañado de sustantivos de empaque para
investirse de cierta autoridad: «Cultura Digital» es uno de esos interesados
sintagmas, en el que paradójicamente lo digital gana prestigio a la vez que la cultura lo pierde. ¿Nos encontramos, a pesar de su exitosa difusión, ante un
mal maridaje?
En el territorio de
la cultura, a diferencia de otros en que la tecnología no solo se ha impuesto
sino que se antoja un instrumento natural, la lucha entre lo digital y lo
propiamente cultural —entendiendo lo cultural en un sentido clásico:
literatura, música, artes, pensamiento...— es encarnizada. Partidarios y
detractores siguen reuniéndose y expresándose en foros diversos y distanciados para
dejar constancia de sus posturas enfrentadas y en muchos casos
irreconciliables, a pesar de los intentos de mediación de algunos. Con otras
disciplinas de emergencia reciente ocurre algo similar: cómo no pensar en el
debate que sugiere la conflictiva aunque glamurosa pareja «Economía de la
Cultura». Llegamos, pues, a la fácil conclusión de que algo sobrenada en el concepto
de cultura que nos hace especialmente susceptibles en torno a ella y en torno a
todo lo que de alguna manera le supone una amenaza. Y posiblemente ese algo
sea, con independencia de las mil y una definiciones de cultura que podamos
proponer, el poso de humanismo civilizador que nos define, ese que nos
caracteriza frente a otros seres vivos, frente al resto del mundo en todos sus
fenómenos, frente incluso a cualquier manifestación tecnológica alumbrada por
el Hombre mismo.
Quién puede negar
que lo digital ha modificado nuestros hábitos culturales y, llegando más lejos
aún, nuestra esencia cultural:
nuestro modo de amar, nuestro modo de pensar, nuestro modo de temer. Nuestros
miedos se exhiben en forma de continua dependencia, indefensión e incertidumbre
ante la pantalla del ordenador; nuestras relaciones afectivas se han
impersonalizado, evitando la amistad el contacto físico en beneficio del
Whatsapp y llegando el amor a instrumentalizarse y mecanizarse como ha denunciado
Spike Jonze en esa inquietante película llamada Her. ¿Y nuestra articulación intelectual? Si hasta hace muy poco
el ser humano se distinguía por su culto a la memoria y el recuerdo, lo digital
lo ha convertido en un ente que solo puede resistir a la sobreinformación con
el olvido. Resulta un tanto melancólico este descenso forzoso hacia el
Humanismo Digital, esa suerte de Maelstrom que nos ha llevado de la pasión por
acumular conocimiento a la necesidad de desecharlo, del orgullo por la
superioridad cognitiva de nuestra especie a la dolorosa conciencia de nuestra
limitación, de nuestra exultante complejidad a nuestra pavorosa simplificación.
Por ceñirme a algo
más concreto, en materia de «consumo cultural» —por no rehuir otra asociación
peliaguda, que refleja, como bien ha señalado Fumaroli, la transformación del
ocio más noble en industria— también lo digital ha tenido y está teniendo su innegable
impacto. Nuestro modo de acercarnos a la música o la literatura ha cambiado de forma
realmente brutal, sobre todo en el ámbito de la primera, pues el entorno del
libro, aun en relativo declive, goza de otros privilegios y capacidad de
resistencia por su peculiar soporte, que aún conserva algo distintivo que
ofrecer. Pero, ¿y el disco? El perfil actual del consumidor de música se orienta
hacia el formato digital. El disco —hoy ya el cd, también digital pero a años
luz de un mp3 o mp4 en su concepto físico— está desapareciendo inexorablemente.
La mayor parte de la población se decanta por estrictos archivos informáticos,
sin importarle el menoscabo en la calidad sonora que acarrea la compresión de
los nuevos formatos. Un altísimo porcentaje de los equipos de reproducción ya
no cuenta siquiera con unidad de compacto, sino que todo funciona por transmisión
en streaming —la lengua del imperio nos coloniza también vía digital— desde
precarios archivos almacenados en portátiles. Se está perdiendo el oído. Se está
domesticando la fiera crítica que otrora todos llevábamos dentro. Se está ¿democratizando?
la audición musical por el rasero más bajo. Bueno es que condicionantes crematísticos
o de espacio puedan allanarse con la opción digital —sin duda una gran baza—,
pero quizá no lo sea tanto que acabe por destruirse la capacidad eminentemente
humana de necesidad y exigencia nutricias ante el arte. Vadeando la ejecutiva
dictadura de la cultura digital llegan los ecos del lamento verdiano: «Torniamo all'antico, sará un progresso».