Si hemos de pensar en un autor cuyos textos se hayan llevado
al cine con insólita frecuencia al tiempo que con resultados bastante
afortunados —en líneas generales—, ese es Tennessee Williams. Su obra forma
parte del acervo cultural más elemental gracias a unos títulos tan peculiares
como inolvidables —aun a veces mal traducidos—, a la fascinación generada en y
por unos directores maestros y a unas escenas y actores que han llegado a ser
prácticamente irremplazables en nuestro imaginario cinematográfico y hasta
intelectual. A partir de esa pervivencia, no obstante, cabe plantearse qué
ocurrió en su momento con el punto de partida, esto es, con las obras
dramáticas originales; también cómo vivió Tennessee Williams personalmente la
plasmación en cine de su teatro; y por supuesto, la percepción que de esa
traslación podemos hacernos a día de hoy.
Es evidente que Williams fue hijo afortunado de su tiempo,
en el sentido de que «sus temas» —obsesivos y recurrentes— fueron tabú pero a
la vez poderosamente atractivos para la sociedad de su época, baqueteada por el
infortunio económico y la guerra, inmersa en la reconstrucción identitaria, muy
atenta a las desviaciones de la «balsa» social convencional y sometida a una
poderosa censura. En ese contexto (años 40 y 50), los dramas de Williams hallan
fuerte arraigo por su carácter evocador de un paraíso recientemente perdido y a
la vez por su espíritu transgresor desde un punto de vista individual. Las
décadas de los 60 y los 70 conllevan otras preocupaciones y, en consecuencia,
otros temas de interés bien alejados; paralelamente, como era de esperar, la
estrella de Tennessee Williams languidece y se apaga. Su discurso gótico
sureño, del que fueron también excelsos representantes Faulkner, Capote o
McCullers, pierde fuelle.
El dramaturgo de Misisipi realizó sus propias incursiones en
el cine como irregular guionista para la MGM e incluso colaboró en la escritura
de algunas de las adaptaciones al cine de sus propias obras que, trufadas de
vivencias y reivindicaciones propias en sus páginas, adquieren en el celuloide
un carácter más coral y ambiguo, menos personal y explícito, incluso levemente
atemperado y hasta maquillado en su desarrollo. No es por ello extraño que
cintas míticas como La gata sobre el tejado de zinc caliente (Brooks, 1958) o
De repente el último verano (Mankiewicz, 1959) disgustaran a Williams por los
cambios introducidos en la trama original y por su resolución cinematográfica,
deficiente desde su punto de vista, según afirma en sus memorias; más acorde se
mostró con los trabajos de Kazan, que le reportó satisfacciones como esa joya
llamada Un tranvía llamado deseo (1951), y con quien llegó a colaborar
incluso en la redacción de los guiones tanto de ésta como de Baby Doll (1956).
Sin entrar en reducciones censoras, y desde una mera
consideración estilística, llevar el teatro al cine es complicado, y Tennessee
Williams siempre tuvo la sensación de que en su caso no se pudo realizar sin importantes
sacrificios. En su obra era esencial la honda «solitariedad» y desarraigo de
sus personajes, de algún modo independientes de la trama, ensimismados en una
lucha con el mundo perdida de antemano. Ese carácter se diluye en la pantalla
en beneficio de un argumento polifónico, más lineal y anecdótico, menos íntimo.
Igualmente, lo simbólico en las páginas de Williams posee por fuerza unos
modales poéticos que el cine, en «traducción traidora», despoja de lo literario
en beneficio de la efectividad visual y escénica —a base de escenas de impacto
y actores-monstruo que acaban por fagocitar a sus personajes—.
Hoy, a pesar de las objeciones de Williams a la traslación cinematográfica
de su trabajo, éste persiste sobre todo gracias a la sensual camiseta de
Brando, a la aparición en ascensor de Hepburn, al blanco vestido de Taylor o a
los desafiantes contoneos de Gardner. Los hijos díscolos velaron bien por la
memoria del padre asesinado.