El zoo de cristal fue uno de los primeros títulos exitosos
de Tennessee Williams, una obra de vestigios autobiográficos configurada a
partir de una serie de elementos —la crisis económica, el derrumbamiento de las
clases medias, el recurso a personajes atormentados y aconvencionales, el
acecho de las enfermedades mentales, la evocación dolorosa de un pasado
edénico, el calor constante como metáfora de la asfixia del entorno, las
escaleras de incendio como crudo atisbo de la marginación social y afectiva, los
secretos que acaban precipitando la tragedia al desvelarse...— que el
dramaturgo sureño iría puliendo de
forma maestra en entregas subsiguientes, hasta alumbrar algunas de las piezas más perturbadoras del teatro norteamericano posterior a la Segunda
Guerra Mundial. Así pues, el Zoo es una obra de juventud aunque no por ello
dejó de ser bienvenida por la crítica, que la agasajó en su día, y
posteriormente fueron varias las puestas en escena y las versiones
cinematográficas que ha conocido; una suerte venturosa para unas páginas
testimoniales de la propia madre del autor, neurótica e instalada en un pasado
inalcanzable, y de una hermana reducida a un aislamiento irrevocable tras
sufrir una lobotomía desastrosa en el mismo año de aparición de la obra: 1943.
El montaje de El zoo de cristal presentado en el Palacio
de Festivales en este fin de semana, a pesar de la larga tradición ya
mencionada, no acaba de cuajar, por no decir que adolece de bastantes
deficiencias. La versión que ha realizado del texto Eduardo Galán nos hurta rasgos
y pasajes «de raza», ofreciéndonos un material despojado de chispa y con un aire
a didactismo, banalidad y vejez que no se respira en el original. En lo tocante
a la dirección (a cargo de Francisco Vidal), la propuesta no resulta mejor
parada; los actores se mueven sin gracia y el escenario aparece paupérrimo,
obvio y elemental en concepto, con una escalera desvencijada, tarima
desastrada, mobiliario de desguace, un zoo de cristal de Famobil y una
iluminación tosca. Respecto al trabajo de actores, encontramos a una Silvia
Marsó muy perdida y sobreactuante, absolutamente inverosímil, con un tono de
voz estridente y una gestualidad excesiva, deudoras ambas de la conocida sombra
catalana pero sin su charme. El resto de integrantes del elenco evidencian
una posición de mero recitado, bien distante de la necesaria asunción de su
papel: Alejandro Arestegui como Tom tiene que refinar mucho su dicción y recursos expresivos,
Pilar Gil debe razonar que la timidez de Laura no significa permanecer muda e
inane en escena (aun entendiendo que es una de las grandes damnificadas de la
versión de Eduardo Galán) y Carlos García Cortázar como Jim debería moderar sus
ínfulas oratorias.
El montaje en general evidencia falta de rodaje, ya desde el
inicial apunte de su duración en programa (90 minutos), sobrepasado por unos
generosos 35 minutos que obligaron a los espectadores de la sesión siguiente a
esperar en la calle cerca de una hora. Esta noche no hubo zoo. Otra vez será.