Viktoria Mullova en el Festival Internacional de Santander. Stradivarius in Rio.
Viktoria Mullova, la apabullante violinista
rusa sobradamente conocida y específicamente admirada por sus últimas y
profundas interpretaciones bachianas, ha estado este jueves en el Festival
Internacional de Santander con un programa ante el que no cabía la
indiferencia. Se trataba de un capricho particular, un homenaje realizado a la
música brasileña y en concreto a algunos de sus compositores más celebrados:
Nucci, Costa, Jobim, Monte, Veloso, Abreu, Buarque, Vogeler, Baptista, Salmao y
Azevedo; como puede apreciarse, una inmersión en una cantera de músicos de las
más diversas edades y condiciones unidos por un denominador común: el de la
calidad y belleza extraordinaria de sus composiciones.
La peculiaridad de la cosa estribaba no
solamente en el interés de la violinista por el repertorio «no clásico» (con
todas las comillas que quieran añadirse a esta convencional etiqueta) sino
también y sobre todo en el empleo en su ejecución de su joya instrumental, un
Stradivarius de 1723, con las singularidades acústicas que ello conlleva.
Mullova estuvo acompañada por su marido al
violonchelo, Matthew Barley, por Paul Clarvis en la percusión (címbalo,
repanique, tamborim…) y el único brasileño del conjunto (como recalcó en una de
sus intervenciones el chelista), João Luis Nogueira Pinto, a la guitarra. Entre
todos ofrecieron al auditorio de la Sala Argenta una auténtica exhibición
instrumental, un sentido de la musicalidad extraordinario, lo mismo individual
que en conjunto, una capacidad para la improvisación realmente asombrosa, una
sintonía y complicidad arrebatadoras, una asimilación de las piezas
indiscutible y una sensación de disfrute transmitida con total intensidad al público.
A ello cabe añadir las cálidas presentaciones que realizaba Barley a ciertas
piezas del programa.
La interpretación en general enfatizó los
momentos más virtuosos y subyugantes de una música que, siendo pura
sensualidad, adoleció tal vez de ella. Nada tenemos que objetar a la deliciosa
visión, personalísima, del repertorio, aunque sí debe apuntarse que sonó más «Stradivarius»
que «in Rio»: la personalidad arrolladora del instrumento se impuso en
ocasiones a la cadencia intrínseca de una música de natural más carnoso, como
se pudo percibir por ejemplo en la muy bella pero poco brasileña Brazil (supina
paradoja) dedicada por Misha Mullov-Abbado a la instrumentista. Otro punto en
desfavor fue tal vez el hecho de que el programa se ejecutara de corrido, sin
pausa intermedia, lo que se tradujo en una hora y cuarto estricta de duración y
sin propina alguna, dejando un sabor a poco en un concierto que resultó en todo
caso extraordinario.