La Akademie für Alte Musik Berlin en el FIS
Tal vez el alado león de San Marcos que iconográficamente
define a la Serenísima República de Venecia pueda representársenos como imagen perfectamente
comparable al concierto que bajo el nombre de Venezia. Conciertos y sinfonías ofreció este jueves la Akademie für Alte Musik Berlin (conocida por el acrónimo
Akamus) dentro de la programación del Festival Internacional de Santander. Y
desde luego no se afirma esto por una obvia asimilación geográfica, sino por
los propios adjetivos que se nos acumulan en las manos al intentar describir la
gozosa ejecución de obras del Settecento –esa etapa que en Venecia fue de
melancólico declive político pero de apabullante esplendor cultural– que
llevaron a cabo los alemanes en la Sala Argenta del Palacio de Festivales de
Cantabria: solemnidad, elegancia, poderío y soltura inigualables confirmaron en
directo lo que ya desde hace años conocemos por las múltiples grabaciones de
esta agrupación, siempre con batutas y repertorios maestros y con los más altos
reconocimientos de la crítica… y del melómano privado.
En este caso, Akamus se sometió a la indicaciones de Georg
Kallweit, que demostró ser no solo un director perfectamente compenetrado con
el resto de integrantes del ensemble, sino también un concertino de primerísima
magnitud, de sonido límpido, espléndidamente articulado y rebosante de
exquisita expresividad, a tono con la vitalísima perfección que rebosó
indesmayable el conjunto berlinés, mágicamente empastado, con ataques
brillantes y desplegando una extraordinaria paleta de colores en las obras
programadas de Vivaldi, el siempre conmovedor Caldara, Albinoni, Tessarini y
Marcello. Al lado de Kallweit, y también como violín principal en paralelo,
exhibió un refinado desempeño Mayumi Hirasaki, más contenida pero de impecable
precisión. Ambos hicieron gala en diálogo de una intensa emoción en esa joya vivaldiana de
L’estro armonico que es el concierto para dos violines, orquesta de cuerdas y
bajo continuo en la menor RV 522.
Acompañando a Akamus, el oboe de Xenia Löffler dotó de alas al
majestuoso león veneto-berlinés. Con impresionantes ornamentaciones, alígera
sonoridad y la suntuosa seducción que ella como nadie sabe extraer del sonido
de su instrumento, perfiló un delicioso Vivaldi pero, sobre todo, hizo
despuntar a la gran estrella de la noche, esa maravilla que es el célebre concierto
para oboe, cuerdas y bajo continuo en re menor de Alessandro Marcello, también
conocido por su transcripción en do menor para oboe y clave por Bach, de
belleza sobrecogedora en sus múltiples texturas. Löffler
dejó igualmente sin palabras en la delicada propina final, también de Marcello,
con que obsequió al público, en un
trío con los dos violines principales dispuestos en los laterales de la sala
Argenta.
Créanme si digo que no me gustan las críticas en exceso
laudatorias porque parecen pecar de inverosimilitud. Pero hay que dar al César
lo que le corresponde. Y el concierto de este jueves merece laurel y memoria.