EL MONSTRUO EN SU LABERINTO


Paul Lewis en el Festival Internacional de Santander, Sala Argenta.

Abordar en directo las tres últimas sonatas para piano de Beethoven es arriesgado. La última literatura pianística del sordo genial es poética, enmarañada, atormentada, caprichosa, ensimismada, plena de tensiones; en su tiempo se las calificó de ininterpretables. Podría decirse que tienen un algo de fractal por una tendencia al infinito difícil de acotar; el añorado Trías lo apuntaba en atinada observación, diciendo que parecía que al de Bonn le costara terminarlas.
La ausencia de Laurent-Aimard del Festival Internacional de Santander propició que en su lugar interviniera este jueves Paul Lewis, pianista británico que ha grabado la integral de las sonatas de Beethoven para Harmonia Mundi. Un atrevimiento como otro cualquiera que no carece de precedentes gloriosos: Arrau, Goode, Kempff, Gilels (aunque esta no es integral pura)... La posibilidad de comparar está servida.
Lewis se presentó en la Sala Argenta sin esos aspavientos que caracterizan a otros pianistas de renombre y se puso a Beethoven sin dilaciones. Limpieza —no confundir con anodina pulcritud—, firmeza y sobriedad, no exentas de suave naturalidad, fueron las armas esenciales de su Sonata 30 en Mi Mayor Op. 109. Un entrante excelente que habría de conducirnos al resto de peldaños del programa. En particular, en la dificilísima y emocionante Sonata 31 en La bemol Mayor Op. 110 brilló la búsqueda forense de un Lewis que, fino y analítico, fue desgranando todos y cada uno de los recodos del tortuoso laberinto de ese monstruo —etimológico— admirable que es el Beethoven tardío. Tras las dos fugas características del tercer movimiento hizo emerger una catarsis emotiva de una mágica luminosidad que nos dejó conmocionados durante largos segundos, sin atrevernos ni a aplaudir.
Un aspecto interesante que se pudo vivir también este jueves en la Sala Argenta fue el de la contagiosa concentración del pianista británico, capaz de integrarnos en la música casi como si fuéramos cointérpretes. Dejando a un lado dos lamentables móviles que sonaron en distintos momentos del concierto, se cortaba la asombrada contención de un público entregado a la precisa posición de manos, a la estructuración exquisita —calculada mas no por ello encorsetada— de una música asimilada, mascada y sin duda muy bien digerida.
La Sonata 32 en do menor Op. 111 es una exhibición pirotécnica de pasión en su arrebatado Maestoso y de colores entremezclados en su Arietta, donde se perciben incluso osados anticipos de swing y jazz. Lewis en esta pieza se mostró más libre, cediendo a una gestualidad más expresiva pero sin perder por ello su riguroso virtuosismo. Tras la sexta variación se hizo un silencio denso y largo. Y luego la ovación. No hubo propina, ni falta que hizo.