El crédito, de Jordi Galcerán, con dirección de Gerardo Vera, en el Palacio
de Festivales de Santander.
Jordi Galcerán siempre ha salido
triunfante en las distancias cortas: las que median entre escenario y patio de
butacas, alardeando de ese don que logra convencernos hasta de lo inverosímil,
básicamente con dos estratagemas: personajes al límite de su realidad y contextualización
actual, familiar para cualquiera de nosotros.
El crédito no es una excepción.
Si la política más candente o la voracidad del mercado laboral han sido otras
de sus marcas de éxito, la crisis financiera contemporánea y las retenciones en
el flujo de crédito constituyen otra rentable fuente de inspiración que permite
al dramaturgo, desde su atalaya general, construir una catástrofe personal en
clave de tragicomedia.
Un director de banco y un
solicitante de crédito se enfrentan en una dispareja situación que, paulatina e
inexorablemente, se va invirtiendo hasta dejar al prepotente en absoluta
indefensión. ¿El secreto del texto radica, tal vez, en que acaricia el oculto deseo
que podría albergar cualquier espectador de que esa situación fuera real?
El crédito, aun cayendo en algún que otro tópico, está escrita con
soltura y gracia indiscutibles, con un ritmo sostenido que no desmaya hasta el
punto final. Por lo demás, la obra desata cinismo y carcajada apoyándose en dos sólidos bastiones: Carlos Hipólito, insolente banquero; y Luis Merlo, insolente
prestatario. Ambos juegan sus cartas argumentales y dramáticas con total
maestría, resultando siniestros y lamentables por igual, en un tour de force que nos hace quitar el sombrero.
Una escena minimalista atenta a
los detalles esenciales, la excelente dirección de Gerardo Vera y el espléndido
trabajo de actores hacen de El crédito un montaje que obtiene lo que busca:
la risa... y un leve tintineo de inseguridad. Ese que nos dice que nada perdura
y que en cualquier momento podemos dominar o ser pisoteados.