En el estanque dorado. Dirección de Magüi Mira. Palacio de Festivales de Santander.
Lo bueno de los clásicos es lo bien que mienten y lo marmóreo que lo dicen. Pero a pesar de Heráclito, programar En el estanque dorado como arranque de la nueva temporada del Palacio de Festivales de Cantabria ha sido un chapuzón con déjà vu, un bañarse dos veces en el mismo estanque y sin necesidad.
Sin comparar el montaje escénico de Magüi Mira con la celebrada película de Mark Rydell —pues partimos de un texto de Ernest Thompson, teatral en origen—, nos sentamos ante algo que ya nos sabemos y que presumiríamos caso de volver a presenciarlo. Y no precisamente por haber visto la película. La obra de Thompson, paradójicamente juvenil pese a su tema, tiene poco que ofrecer. Planteamiento, nudo y desenlace son una sola cosa, un continuum en el que «nada fluye» y del que poco cabe esperar, porque todo se dice y se repite desde la primera línea, y porque ya su propio título nos alerta sobre la ausencia absoluta de acción, a pesar de la prolija duración de la función.
El asunto se teje con unos diálogos que están muy bien pulidos en algunos de sus pasajes, en especial en las escenas entre el matrimonio, propicias a la ternura fácil y a la sonrisa; pero que muestran caídas en otros, por incongruentes, bruscos, reiterativos o precipitados. Es natural, pues, que por la propia naturaleza del texto y por la veteranía —en todos los sentidos— de los dos actores principales, sean éstos quienes se granjeen la empatía del público. Héctor Alterio, aun con alguna dificultad de dicción, está convincente y cómodo en su Norman suavemente irónico, un viejo cascarrabias de lengua hábil y menos preocupado que escéptico ante su posible muerte. Su esposa, Etel, es una hiperactiva Lola Herrera, salerosa, abnegada, no sin ingenio lingüístico, aferrada a la inmovilidad del estanque como garantía contra los desgastes de la edad. Los papeles de la hija, yerno y nieto discurren en las tablas con ritmo mal calculado, escasa entrega y, sin duda, menor intensidad que en el texto original.
La escenografía y apoyo musical son correctos pero convencionales —unos muebles clásicos, un esquema de bosque proyectado...—, y resultan demasiado estáticos a lo largo de la representación, con el único exceso de los subrayados cambios de luz.
En suma, montaje agridulce y sentimental en que el estanque es el espectador y los actores amables piedrecillas que se limitan a perturbar con pacíficas ondas nuestras aguas.