Sobre Julio César, de Paco Azorín, en el Palacio de Festivales de Santander.
Julio César es una de las grandes tragedias de Shakespeare: densa, de una profundidad de personajes y de una tensión dramática admirables. Es también la obra del Cisne en que el tema del honor, bajo la forma de la dignidad y la 'pietas' romana, se ve más subrayado. Julio César es una trama de hombres, aunque en ella hay dos mujeres esenciales: Calpurnia y Porcia. En Julio César hay además resonancias de importantes personajes: Hamlet, Macbeth.
El montaje dirigido por Paco Azorín y representado este fin de semana en el Palacio de Festivales está empedrado de buenas intenciones pero ha olvidado en su camino algunos de los aspectos mencionados. Hay que ser ambicioso para abordar un Julio César, porque su exigencia es titánica.
Azorín ha optado por convertir el poblado texto original en una obra de cámara, prescindiendo de las mujeres y metiendo la tijera en la sustancial parte final. Percibimos ecos del célebre montaje de Orson Welles: los recortes, la ambientación fascistoide. Lo cierto es que la resolución de la tragedia queda muy debilitada con esta elección, limitándose a un encuentro de traca entre unos infantilizados Marco Antonio, Octavio, Bruto y Casio (nada menos), que elude las enormes implicaciones psicológicas e históricas del asunto.
Escénicamente, dado que se buscaba intimidad, el montaje hubiera funcionado mejor sin la infrautilizada pantalla de proyección. La dirección de actores no fue precisamente sólida. Y hablando de actores: Mario Gas (César) desganado, Sergio Peris-Mencheta (Marco Antonio) desubicado, Tristán Ulloa (Bruto) sobreactuante. Más sibilino y acertado como Casio estuvo Agus Ruiz, también con mejor dicción del texto, aunque con algunas estridencias.
En resumen: un Julio César en que la dignidad se añora. Otra vez será.