A partir del libro de Isabel Parreño y Juan Manuel Hernández: «Miquiño mío». Cartas a Galdós. Turner, Madrid, 2013.
Hace unos pocos días, en un reciente viaje a Madrid, paseaba por la calle Claudio Coello y me vino a la cabeza que en tales pasos míos bien podían resonar ecos de otros muchos, y entre ellos los de Emilia Pardo Bazán, pues era aquella una de las calles en que la dama planeaba encuentros «casuales» con Galdós —«a la vista de todos y sabiéndolo nadie», como escribía cierta poeta que conozco— para fijar sus citas clandestinas.
No me vino la ocurrencia porque sí, ni se me apareció cual pájaro redentor onírico —mi rutilante carrera hacia la presidencia se encuentra todavía en cocción—, sino que la cosa merodeaba por mi mente a raíz de la fresca lectura de un libro que acaba de aparecer en Turner y que recoge las cartas de la recia gallega al ínclito canario que nos resulta de tan grato recuerdo en Santander. El epistolario de Pardo Bazán, que obedece al primor de sus recopiladores, Isabel Parreño y Juan Manuel Hernández, recoge únicamente las cartas de la escritora coruñesa, precisamente porque don Benito «el garbancero» —para doña Emilia «miquiño mío», hay que ver lo que hace el amor— exigía a su corresponsal la devolución de las propias. Curioso comportamiento el del canario. Únicamente ha podido recuperarse una carta de Galdós de tal «hemiepistolario» singular, y que precisamente por su excepcionalidad los recopiladores han colocado a la cabeza de la colección.
No sé qué opinarán los lectores al respecto, pero lo de leer epistolarios —sobre todo de índole amorosa— a mí en particular me causa una cierta melancolía. Satisfecho el impulso inicial de la curiosidad, del mero chisme, queda un regusto nostálgico, como de papel quebrado, de mariposa reseca que se desgaja entre las manos. Sobre todo si el epistolario es largo, prolongado en el tiempo, y tenemos entonces ocasión de asistir a la fragua de la complicidad, al afianzamiento del afecto y la necesidad, al estallido de la pasión, al desliz de la traición, al enfriamiento inexorable de las llamas iniciales que antaño todo devoraban, al remanente de ese rescoldo que puede llamarse cariño, respeto, amistad y, al fin, tal vez, piedad.
Parreño y Hernández han reconstruido la visión unilateral de un amor desbocado, desinhibido, transgresor y al tiempo tierno, pleno de dulzura, de una gran dama e intelectual del XIX, a través de unas cartas no desconocidas —todas ellas ya estaban publicadas— pero sí dispersas en publicaciones aisladas o precariamente editadas —evitemos hablar mal de la pésima edición de Bravo Villasante de las cartas albergadas en la RAE—. Su labor ha sido, como antes dije, primorosa, lo mismo en la selección que en la transcripción que en la ordenación de las misivas; una ordenación que en su propia disposición va perfilando cronológicamente de forma implacable el proceso de deterioro sentimental ya descrito en la relación Bazán-Galdós y a la vez su extraordinaria particularidad, sin ser precisas explicaciones ni notas a pie. No obstante lo cual, el libro cuenta con una útil cronología y un hermoso y atinado prólogo —si está escrito a dos manos, hay que felicitar a los autores por su intangible pero fructífera compenetración— cuya lectura recomiendo vivamente y que, si no fuera por vergüenza, transplantaría aquí, evitándome tener que decir lo que los recopiladores han dicho ya con palabras bien certeras.
La verdad es que viendo fotografías de doña Emilia es difícil imaginársela en la casi empalagosa posición anímica que describen sus cartas, bien largas y trufadas de menciones literarias entreveradas de coqueta timidez y almibaradas carantoñas. Lo mismo cabe decir del enteco y mostachudo Galdós, cuya postura galante y galana se nos aparece —más bien hemos de adivinarla— con dificultad. No es por ello extraño que en una de sus misivas mencione doña Emilia no solo su «geta [sic] gallega» sino el deseo literal de aplastar a don Benito bajo su macicería. Al tiempo, entendemos por las palabras de su amante que Galdós respondía con encuentros aparentemente entregados. Y sin embargo, ambos, en plena y recíproca tempestad amorosa, fueron capaces de ser infieles el uno al otro: Bazán con Lázaro Galdiano y Galdós con Lorenza Cobián (con la que incluso llegó a tener un hijo). Ni siquiera la estrecha moral decimonónica, la misma que hacía a Emilia y Benito embozarse en viajes por Europa o bien citarse subrepticiamente en Madrid para refugiarse en su «asilo» de amor —así lo llamaban—, temerosos del siempre amenazante qué-dirán, logró impedir que ambos se entregaran sin aparente recato a otros placeres que al paso les surgieron. Paradojas del siempre inaprehensible Amor.
En cualquier caso, gracias a Miquiño mío. Cartas a Galdós, de Isabel Parreño y Juan Manuel Hernández, asistimos a la mimada confección del retrato más íntimo y sincero de toda una mujer, Doña Emilia Pardo Bazán, zancadilleada y tal vez envidiada por hombres como Juan Valera y Leopoldo Alas «Clarín», apartada de la Real Academia y denostada y criticada, que supo malgré tout ser independiente intelectual y económicamente y construirse, en pleno siglo XIX, su habitación propia en la que vivir y escribir y vestirse y desvestirse a su antojo. Bienvenido sea este libro que arroja luz sobre mujer tan tenaz, apasionada y admirable, aunque en sus últimas páginas revolotee, qué inevitable, un suave poso de tristeza.