EL CABALLERO EN EL RUEDO

El Caballero de Olmedo es una pieza ciertamente singular, que la ha convertido en pasto de devoción del estudioso y en texto no precisamente querido por el público. La obra tiene mucho de Lope, claro, pero también de Shakespeare y de nuestro acervo tradicional. Su asunto aborda un amor de tintes celestinescos, sin desdeñar el honor dispensado por el rey y, sobre todo, una historia fantasmagórica que condiciona la suerte del personaje principal dotándole de un fatum clásico a partir de una cancioncilla que, aun en su esencia popular, se torna paradójicamente trágica: la que prevé y envuelve la muerte del caballero. 
La apuesta que hacen Eduardo Galán en la adaptación y Mariano de Paco Serrano en la dinámica dirección del montaje que acaba de estrenarse en el Palacio de Festivales potencia el elemento amoroso: las escenas regias son suprimidas y los episodios sobrenaturales se solucionan con el plantel de personajes en bloque actuando a modo de sombrío coro griego; el final, con todos los actores desplomándose en torno del caballero asesinado, incluida Inés, que cae y exhala su último suspiro junto a la boca del amado bajo una lluvia de pétalos rojos, es un tour de force totalmente ajeno al Fénix de los Ingenios y, sin embargo, hermoso. 
Atrevida es la puesta en escena, a modo de ruedo en que se desarrollan luchas diversas (la de la guerra, la del amor, la de la muerte, que diría el poeta) y en que están presentes prácticamente sin cesar casi todos los personajes en una efectiva disposición de planos, bien en escalones bien separados por lanzas y cintas rojas. Gustó el subrayado que se hizo de la coplilla popular, mezclada con angustiosos solos de voz de Andrea Soto y la contemporaneización de una hermosa folía española, bien traída por Tomás Marco al montaje. Los personajes ataviados con desproporcionada cabeza de toro subrayaban la impresión de inquietante ruedo carnavalesco, acentuado por un uso osado de la luz a cargo de Nicolás Fischtel. 
Sobre los actores, debe destacarse la pizpireta labor de Encarna Gómez en el papel de la trotaconventos Fabia. Javier Veiga como Don Alonso fue expresivo pero cometió fallos de bulto en la emisión versal. Marta Hazas en el papel de Doña Inés le echó entusiasmo al desempeño, pero cojeó de igual defecto: ambos necesitan rodar más la obra y hacerla más suya, relajando la dicción y acomodándose mejor a la métrica del texto (particiones, distinciones como süave por suave, etc.). El resto del elenco cumplió más o menos con soltura, a excepción de un mustio Don Pedro, interpretado por Jordi Soler. En general, todos los actores padecen en su interpretación del devastador efecto de su vinculación a las series de televisión. No obstante, ello no logró empañar los aciertos del montaje de una obra que siempre es grato reencontrar.