OSCURIDAD EN LAS LIMPIAS DEPENDENCIAS

La «civilización» occidental (léase lo de civilización con todas las comillas que tengan a bien añadirse) tiene la buena costumbre, posiblemente heredada de Poncio Pilato, de lavarse bien las manos y también la cara antes de cometer sus crímenes; si de paso puede achacar sus desmanes a «los otros» —a los bárbaros— la felonía se consuma doblemente: al tiempo que se queda libre de pecado se tira la primera piedra, la más certera, la que derriba al enemigo con la puntería precisa entre las cejas, mientras hábilmente se esconde la mano enjabonada.
La «civilización» occidental ha sido maestra durante siglos en este arte de localizar y focalizar a los enemigos comunes de nuestra integridad. En términos generales, el bárbaro ha sido siempre el que se hallaba más allá de la frontera, es decir, el que no era o es como nosotros. En la actualidad, los bárbaros de andar por casa se localizan en el sur y en el oriente, donde hay gentes que por su propio color de piel, costumbres y quién duda que aviesas intenciones (abramos de nuevo las comillas) se acercan hasta nuestras casas para desvalijarnos y empequeñecernos. Los griegos antiguos, que aun en tiempos de la esclavitud del 90% de la población —más o menos como ahora, dicho sea de paso— sentían más amor por la filología que nuestros actuales regidores, identificaron rápidamente al bárbaro con el tartamudo a partir de un confuso texto homérico; esto es, bárbaro era quien no era capaz de articular la lengua de los que manejaban el cotarro, y en consecuencia se imponía darle matarile. Con el correr de los siglos, este «síndrome de Pilato» ha ido extendiéndose y perfeccionándose como estrategia ineludible de dominación. En occidente mandamos porque tenemos la razón, las manos limpias y la lengua suelta.
El asunto se complica un tanto cuando la barbarie se instala dentro de nuestras fronteras. ¿Qué hacer cuando no son los otros, sino los nuestros, los causantes de las tropelías? ¿Qué hacer cuando los buenos ya no son tan buenos y los malos ya no son tan malos? ¿Qué hacer, incluso, cuando los buenos demuestran ser peores que los malos?
En nuestra historia más o menos reciente, este grave problema ontológico —así enunciado suena a guasa, pero es cierto que lo es— se soluciona demonizando a los individuos o a los colectivos díscolos. Métodos de demonización hay muchos: desde la vigilancia y el castigo brutales —¿podríamos decir bárbaros?— que Foucault enumeró en sus múltiples formas para el individuo inadaptado hasta la señalización con rótulos luminosos de los dispensadores oficiales del horror, que suelen agruparse bajo la categoría común —aunque no única— de totalitarismos; de entre ellos, es probable que el nazismo y el estalinismo hayan sido los más explotados desde un punto de vista demagógico, con independencia de sus indiscutibles sótanos oscuros. Nadie cuestiona que unos y otros son perversos y, sobre todo, que no merecen el cobijo de la alargada sombra de la civilización que ampara a quienes sumisamente se rigen por sus normas y tienen el Chimbo siempre a mano.
Pero hay otro supuesto aún más tétrico: el que toma cuerpo cuando son los propios adalides de la refulgente civilización los que se olvidan de su papel de redentores y caen en los pecados de la humillación, la depravación, la tiranía, la podredumbre y la sevicia con que verbalmente acusan y fustigan a sus malos, tan oficiales como necesarios. Todo esto aflora a raíz de mi lectura de un sorprendente libro, con breve pero enjundioso prólogo de Ricardo Menéndez Salmón, aparecido hace escasos meses en la editorial asturiana KRK: Monasterio negro, larga relación de un húngaro —Aladár Kuncz— de las numerosas vejaciones sufridas en los años de la Primera Guerra Mundial por parte de quienes siempre nos cuentan que se hallaban entre los países venerables dentro de la irracional contienda. En particular, Kuncz fue detenido en Francia, país al que admiraba y en el que se encontraba por propia elección, por el mero hecho de ser húngaro, de ser distinto. El escritor y profesor Kuncz era un bárbaro en la civilizada Francia de 1914 y como tal fue apartado de la vida humana para pasar a vivir como un animal en diferentes campos de confinamiento durante cinco largos años. Por el mero hecho de ser húngaro.
Aladár Kuncz fue testigo de la putrefacta decadencia de un mundo memorable que termina, por parafrasear a Stefan Zweig, como lo fueron Sándor Márai en sus demoledores diálogos literarios o, ya posteriormente, Miklós Szenkuthy, que se refugió en su particular renacimiento para evadirse de la vaguada pestilente —Panofsky dixit— de su tiempo. Eludiendo la limpieza de su prosa, quiero decir, el interés estrictamente literario de su pluma, que lo tiene, y mucho, debe subrayarse en Aladár Kuncz la construcción de un fresco no victimista, aun teniendo material más que suficiente para ello. La descripción de los tiempos de reclusión, las reglas infrahumanas del monasterio negro («Noirmoutier»), los sentimientos elevados e inmundos surgidos al socaire de las condiciones más aberrantes concebidas por el bando de los civilizados, incide precisamente en la recreación exquisita de una auténtica civilización individual, liberada de estrategias y supercherías, y alentada por la supervivencia de valores atávicos, de principios morales insobornables, de manos verdaderamente limpias a pesar de la privación de jabón y otras necesidades básicas.
A Aladár Kuncz se le permitió regresar a Hungría y a la literatura y a su labor profesoral en 1919. Solo once años más tarde accedió a narrar la oscuridad de las limpias y civilizadas dependencias en que le fueron sustraídas su juventud y dignidad durante cinco años. Paradójicamente, sería la mítica Gallimard quien le restituyera el honor mancillado al publicar Le monastère noir. Aladár Kuncz murió a los pocos meses. Posiblemente lo hizo en paz. La editorial KRK vuelve a situar en nuestros anaqueles un libro que muchos Pilatos contemporáneos deberían leer.