A partir de la película
Amor, de Michael Haneke
El verdadero problema de ser
hombre —de ser humano— no estriba en serlo sino en poder ejercer como tal. Las
más de las veces el hombre ve restringidas sus capacidades electivas o
volitivas por multitud de mecanismos colectivos: la moral, la política, la
norma, la religión, el miedo, la costumbre, la injerencia ajena... Una forma
perversa de conciencia, que en realidad es una gran ramera asentada sobre una
bestia de múltiples cabezas —menos apocalíptica que contemporánea—, se ha
instalado entre nosotros impidiéndonos la acción, inhibiendo continuamente el
ejercicio de nuestra libertad, susurrándonos que la epifanía del individuo debe
sacrificarse en aras de una masa o de un interés común en tantas ocasiones
deshumanizados. Esa conciencia perversa afecta lo mismo a nuestras decisiones
públicas que a las privadas: con la excusa de la búsqueda de nuestro bien se
nos priva de la capacidad de intervenir en la calle, en la ley, en el banco, en
el trabajo, en nuestra salud, en nuestra casa, en nuestra cama, en nuestra
bañera. En nuestra vida.
Acabo de ver la fastuosa película
Amor de Michael Haneke —intentaré ir desgranando por qué digo «fastuosa»— y
si algo me ha conmovido es su incontestable alegato en pro de la voluntad del
hombre. En general, en toda obra de arte inteligente, lo que sugiere su
superficie es solo un picaporte para abrir la puerta de lo auténticamente
trascendente, del mensaje verdadero. El título de la película es confuso y
puede conducir al espectador a ver lo que no se debe ver. En realidad, tal vez
el único lunar que puede encontrarse en Amor es su título. De hecho, Haneke
estuvo barajando otro, sin duda menos comercial aunque quizá más preciso: La
música acaba. La inclusión de la música en la cinta no es aleatoria. No es por
ello extraño ver en las primeras imágenes de la película con un leve papel a
uno de los pianistas franceses más mimados —con razón— de la actualidad:
Alexandre Tharaud; un detalle quizá insustancial solo para quienes no son
melómanos pero que tiene su peso en la historia. Y es que en una película sin
apenas música, salvo algunas breves excepciones schubertianas, asistimos a la
descomposición de una plácida melodía del vivir y a la composición de una nueva
partitura, dolorosa, intensa y contundente. Una partitura que se va modelando a
golpe de obstinación, desencanto y resistencia; a fuerza de voluntad. Amor no
es una almibarada historia de ternura en la tercera edad, minada por unos súbitos
problemas de enfermedad que hay que encarar y que finalmente se resuelven con
trino de violines. Amor es una encarnizada defensa de la posibilidad efectiva
de la arbitrariedad del ser humano contra la mansedumbre de la convención. Y es
que el amor de los protagonistas es en realidad un catálogo de comodidades y
afinidades sustentado a través de los años: afición a la música, la literatura
y la pintura, convivencia apacible, un buen nivel de vida, un respeto afectuoso
aunque desprovisto ya de pasión. Las tomas continuadas de estancias vacías en
la casa, vacías no de objetos sino de personas, el enfoque de pasillos y
puertas blancas desoladas —que recuerdan vagamente las intrigantes moradas de Hammershøi—,
la concentración de la cámara en las estáticas escenas pictóricas, apuntalan la
sensación de una uanitas, de una naturaleza muerta que se desmorona. La
pasión sí existió en el pasado. La hija —siempre atractiva Isabelle Huppert,
aunque aquí tiene una intervención frágil y simbólica— alude en cierto momento a
que cuando era niña oía a sus padres hacer el amor y eso le hacía presagiar
algo parecido a la perpetuidad de la unidad y la felicidad. Evidentemente, es
una pista falsa que Haneke deja en el camino para que nos vayan pillando por
sorpresa los golpes que cada vez con más fuerza —la forense frialdad del
director austriaco no precisa, por habitual, ser glosada— nos va asestando en
el progreso de su historia. La hija, pianista de profesión, viaja
continuamente y apenas ve a sus padres —la unidad amorosa familiar como tal es
una ficción—, y cuando sobreviene la tragedia materna sugiere una solución cómoda
y sensata que, no obstante, es incapaz de imponer a la férrea voluntad del
matrimonio anciano, abandonado al pleno arbitrio de su concienzuda y bachiana
zarabanda final, impecable y aterradoramente interpretada por un Jean-Louis
Trintignant y una Emmanuelle Riva en estado de gracia.
La sublevación indesmayable ante
el dolor, el mantenimiento de una postura firme aún con sus peores
consecuencias, la domesticación de los falaces pájaros de la conciencia —qué
inquietantes y maestras las escenas de la paloma que se cuela en el vestíbulo
de la casa atribulada— y la transformación, contra las reglas naturales del
mundo civilizado, de la aberración en belleza y así en corolario de un espacio
hecho a medida de los propios designios, son los puntales de esta historia que,
aun demoledora —se sale del cine en silencio y se tarda en recuperar el habla—,
es capaz sin embargo de rescatar y ensalzar unos ideales socráticos que hoy
parecen olvidados: la dignidad y la libertad del hombre, impasibles ante los
dictados domeñadores de la vida o ante las exigencias implacables de la muerte.