G.F.Händel: Agrippina. Libreto de
Vincenzo Grimani. Dramma per musica en tres actos, HWV 6. Estrenado en el
Teatro San Giovanni Crisostomo de Venecia, el 26 de diciembre de 1709. Nueva producción
de la Ópera de Oviedo y De Vlaamse Opera.
Claudio: Pietro Spagnoli. Agrippina: Anna Bonitatibus. Nerone:
Serena Malfi. Poppea: Elena Tsallagova. Ottone: Xavier Sabata. Pallante:
Joao Fernandes. Narciso: Flavio Ferri-Benedetti. Lesbo: Valeriano
Lanchas. Giunone: Cristina Faus. Dirección musical: Benjamin
Bayl. Dirección de escena: Mariame Clément. Diseño de escenografía y
vestuario: Julia Hansen. Diseño de iluminación: Bernd Purkrabek.
Orquesta Sinfónica del Principado de
Asturias.
Teatro Campoamor de
Oviedo.
La traición
y el vodevil están de moda. Quién puede negar, con la prensa en la mano, que
vivimos tiempos de saqueos trapaceros, de mentiras gestadas sin vergüenza en
los despachos del poder, de empujones escolares por ocupar un banco azul, de
abusos cometidos por parte de nuestros cuidadores por y para el pueblo —aquella
mandanga del contrato social que, ilusos, nos creímos—usando y abusando de nuestro
nombre en vano. La casta descastada que nos domina y que todo lo puede tiene su
punto repulsivo y simultáneamente histriónico: la maldad puede ser repugnante y
esperpéntica porque sus protagonistas, las más de las veces, no dan la talla;
es ahí donde brota el vodevil.
Estas
cuestiones tienen su gracia contempladas con siglos de distancia, porque el mal
no coetáneo siempre admite una sutil gentileza: siempre podemos afirmar que
cualquier época periclitada fue peor; la barbarie acaecida en tiempos
anteriores nos sugiere incluso frases lapidarias que en cambio en la barbarie
actual no son bienvenidas o que, simplemente, se sofocan, si es preciso con
violencia policial. Por ello, aunque maldad, violencia, esperpento, saqueo y
vodevil se conocen desde el huevo hasta llegar a nuestros telediarios, en el
entorno de la política del Imperio Romano el asunto resulta inofensivo por
remoto. Es lo que, verbigracia, hace Händel con su ópera Agrippina en el
contexto de las subrepticias maniobras político-eclésiásticas de la poco Serenísima
Venecia de comienzos del siglo XVIII y es también lo que hace la escenógrafa operística
Mariame Clément
atreviéndose a situar esta misma materia en un ambiente estrambótico de norteamericano
culebrón ochentero —que no más cerca, por si acaso—. No le pidamos peras al
olmo, pero estemos oído al parche de la letra, que nos sería muy fácil poner conocidos
nombres honorables a los desmanes que nos van saliendo al paso, por desgracia
bajo sones menos decorosos que los alumbrados por el Caro Sajón.
La Agrippina es una de las óperas primeras de Händel (1709) y al tiempo la úlima de su fructífera
etapa italiana. En Italia Händel añadió a sus innatas cualidades en la
melodía o el contrapunto la versatilidad y el refinamiento, siempre bajo los auspicios de los cardenales Pamphili, Colonna y
Ottoboni o el marqués Francesco Ruspoli. Pero
además se permitió coquetear, a la sombra del libreto del astuto Vincenzo
Grimani —libreto esgrimido cual daga envenenada contra el Papa Clemente XI y
Luis XIV— con las conflictivas diplomacia y política del momento y alegorizar
con las facciones de los Habsburgo y los Borbones, encarnizados en la lucha por
la atractiva pero casquivana corona española. Para obtener el control sobre la
codiciada pieza cualquier subterfugio es válido, y así no importa recurrir a la
promesa incumplida, a la traición más rastrera, a la corrupción, a la
adulación, al robo, a la seducción y posterior pisoteo del desdeñado populacho.
En esa sucesión de tropelías, como no podía ser de otra manera, van
desenmascarándose la debilidad e indignidad de los indecentes aspirantes. Por
supuesto, nada que recuerde a la cotidianidad.
Agrippina
encierra una poderosa personalidad, como casi todos los personajes femeninos de
Händel, mas no por ello el resto de caracteres quedan desdibujados. Incestuosa,
torticera, promiscua, manipuladora, está rodeada de personajes más o menos
estúpidos pero ambiciosos y reptiles. Del desalentador mosaico parece poder
exceptuarse a Otón, aunque en la realidad histórica que Tácito sombríamente
describe en sus Anales no sale precisamente bien parado. El exceso de
abyección que Händel nos presenta no sería soportable si el Sajón no lo
disfrazase de humorada, no le diese un giro mozartiano a una trama ciertamente abominable.
Lo peor es que la trama verdadera, sin las licencias librescas de Grimani y
Händel, supera con mucho en horror a la ficción. Remito a los curiosos al
respecto a las obras de Tácito y Suetonio.
Agrippina,
ópera de tres horas largas de duración, contiene material de Händel —en
particular, de sus exquisitas cantatas italianas—, pero también inspiración de
los hamburgueses Mathesson y Keiser; a su vez, será cantera de otras obras
propias. En el Teatro Campoamor de Oviedo pude encontrarme con cántabros que
habían acudido al llamado de lo que por estos pagos nuestros ha estado y está y
seguramente seguirá estando ausente por una suerte de atávico desdén hacia las
músicas que preceden al fácil siglo XIX: un montaje de la ópera en cuestión, a
cargo de Mariame Clément en
la escenografía, como ya se ha dicho, y de Benjamin Bayl en la dirección musical,
en una colaboración llevada a cabo con la flamenca De Vlaamse Opera. Como
orquesta, la OSPA, briosa y atinadamente conducida por Bayl con acertado
criterio historicista, y potenciada por la presencia de un continuo de
auténtico lujo, integrado por los hermanos Zapico. En lo vocal, no puede
hablarse sino de un derroche de talento por parte de unos cantantes de los que
tampoco cabía esperar menos: Bonitatibus siempre está maravillosa, con un
dominio absoluto de su bruñido instrumento y una implicación dramática
extraordinaria, que brillaron en todo momento pero quizá especialmente en la
difícil y profunda «Pensieri, voi mi tormentate»; Serena Malfi sostuvo
indesmayable un altísimo nivel en todas sus apariciones neronianas, con una voz
fresca y perfectamente esmaltada (fantástico su «Come nube»); Elena Tsallagova
fue una sorprendentemente bella e impecable Poppea, de virtuosísimas agilidades
y extraordinarias dotes, máxime en su peculiar «confrontación» vocal con Bonitatibus:
se oirá hablar mucho de ella, aunque debe controlar sus agudos de cuando en
cuando extemporáneos. Los caballeros cumplieron con buena calificación su
cometido, aunque quizá con menor excelencia que las damas: deben destacarse la
extraordinaria expresividad y calidez de Sabata como Ottone, a pesar de la
dificultad de su papel; Pietro Spagnoli como Claudio mostró altibajos pero en
conjunto pesaron más las virtudes, unidas a su gracejo escénico. El resto del
elenco, sin resultar excepcional y
mostrar alguna que otra carencia, resultó más que correcto.
Desde el punto de vista visual, Clément ha hecho una apuesta ariesgada
en tiempo y forma y, en conjunto, puede decirse que sale airosa del reto,
aunque puede aducirse que su concepción del escenario lo reduce
significativamente, transmitiendo algunos espacios, por su delimitación, cierta
sensación opresiva: pantallas en la parte superior (con imágenes no siempre
afortunadas) y paneles móviles, a veces demasiado restrictivos, en la inferior;
un diez, en cambio, a la habilidad en los cambios escénicos. Hay un poso
cinematográfico en el planteamiento de la ópera que favorece su integración en
la contemporaneidad, también la agilidad en el discurso de una obra de largo
desarrollo temporal. El final con rótulos alusivos a la historia real del los
personajes implicados subrayó ese efecto cinematográfico y resultó acertado por
cuanto recolocó en su debido contexto algunas de los pequeñas incoherencias
cronológicas de Grimani.
En suma, una de romanos con pocos buenos y muchos malos que nos recordaron
que los ardides del Imperio siguen aún vigentes.