A propósito de la exposición
de Egon Schiele en el Museo Guggenheim de Bilbao
Si hay un periodo que simbolice como pocos la descomposición
del tiempo que se vive (entonces presente, hoy ya pasado), el tránsito a la
contemporaneidad y el precio que había de pagarse por ese cambio sin
precedentes, ese periodo es sin duda el de la Centroeuropa de comienzos del
siglo XX. Paradójicamente, la profusión de brillantes artistas, pensadores,
literatos e intelectuales que en general se produjo durante esos años no solo
no sirvió de flotador para sobrenadar tan penosa certeza de putrefacción (los
célebres «hongos que se pudren en la boca» a que Hofmannsthal aludía en su
percepción de la deconstrucción del lenguaje coetáneo en su imperfecta relación
con la realidad) sino que, antes bien, contribuyó a poner de relieve el
desajuste entre el sentimiento y la forma, entre lo físico y lo espiritual,
entre el hoy y el conflictivo mañana inminente, entre la ciencia y la
conciencia. De esta contienda fraguada en la cultura, la sociedad y la política
del 1900 emergió la sórdida belleza de un hombre deshumanizado y solo, expuesto
descarnadamente al miedo y al deseo, explorador de la razón y del más infame
ocultismo, rendido y morboso, desafiante y derrotado. La combinación de tan
peligrosas contradicciones generó a su vez un sistema represivo que, mediante la
politesse y el academicismo más
estrictos, pretendió domar a semejante Frankenstein. Un Frankenstein al que se
apretaron demasiado las tuercas y que en respuesta emitió el incestuoso aullido
erótico de Elektra, el repudio al lenguje convencional, el desdén hacia la
perfección de una Antigüedad prefabricada, el éxtasis, el atonalismo, el
esoterismo o el expresionismo. Ese monstruo no solo no vacilaba en mostrar su
aspecto más desencajado, sino que además exigía la participación de los demás,
de quienes le contemplaban, de quienes, en definitiva, eran como él.
En la exposición que el Museo Guggenheim de Bilbao ha
dedicado a los fondos en papel, acuarela y gouache de Egon Schiele que se custodian
en la Albertina de Viena —exposición magníficamente comisariada por Klaus Albrecht
Schröder, atendiendo a criterios cronológicos y también temáticos y estilísticos— se despliegan ante los
ojos del espectador todos estos inquietantes aspectos. Hay en particular un dibujo
de 1910, un carbón sobre papel apoyado en tabla rugosa, que se me antoja
sobresaliente por cuanto implica la presencia necesaria del espectador en él.
Se trata de una escena clásica; el artista dibuja a su modelo por la espalda y
en un espejo se reflejan ambos, con lo que se ven tres figuras en la composición:
la modelo por delante y por detrás y el reflejo del pintor que, observando la
espalda de ella, nos observa a la vez a nosotros. Sin duda es una composición
maestra. Egon Schiele tenía 20 años. ¿Dónde está el espejo? El espejo no
aparece en textura en la escena, tenemos que imaginarlo; pero es que además
nosotros ocupamos exactamente la posición del pintor en su enclave original.
Por fuerza tenemos sus ojos, en los que nos miramos e identificamos —y hasta
nos desazonamos, pues el rostro de Schiele no se presenta precisamente
pacífico—. El cuadro, pues, tiene cuatro personajes o tres o dos, según lo
miremos. Las tradiciones del reflejo, el trampantojo y el cuadro dentro del
cuadro se aúnan en un simple pero inteligentísimo esbozo de líneas.
Los personajes de Schiele siempre constituyen una plenitud
inscrita en una insinuación. A tono con los tiempos en que el artista vive, la
desorientación se adueña de las figuras, suspendiéndolas en el espacio y el
tiempo. Las ropas no son clasificables ni hay fondos concretos: los hombres y
mujeres retratados podrían pertenecer a cualquier época. Solo un halo
deslumbrantemente blanco que los contornea los ata a la tierra, no porque los
fije a ella, sino porque resalta su visibilidad y su corporeidad. Muchas veces,
incluso, los personajes están boca abajo o con los ojos cerrados. Pero su
carnalidad es lacerante. Lo carnal puede resultar más explícito en las obras de
tema erótico —las más conocidas aún hoy por el público y con las que Schiele
llegó a hacer fortuna, por cierto— o bien, con mucha frecuencia, se traduce en
un concepto que se asocia al cuerpo en sí y a su distorsión: el colorido
angustioso, la angulosidad de las formas, los escorzos brutales, los ojos
profundos o fijos o penetrantes, los niños despojados de su elemental inocencia...
Todo ello formaba parte de su percepción vital, de su contexto biográfico, de
su búsqueda de lo tortuoso —le atraían los cuerpos de los enfermos mentales de
La Salpêtrière de París para trazar rasgos concretos de su retratos—, del
desgajamiento del espíritu que por entonces flotaba en el ambiente y más en
particular en su propia cabeza. A Schiele le interesa el hombre que es y que
sufre por serlo, no su edad ni condición ni lo que hace. No es por ello extraño
que sus personajes sedentes en realidad se apoyen en el aire, sin una silla
plasmada, o que un violonchelista
esté inmerso en su concierto sin su chelo entre las piernas: todo acontece
imperturbablemente en el silencio y en el vacío. Curiosamente, tan solo su
breve estancia en la cárcel de Neulengbach por un falso atisbo de pederastia
genera una serie de dibujos —no completa en el Guggenheim, aunque ya la comenté
en su integridad en estas páginas hace algunos meses— más descriptivos y
atentos al entorno.
A diferencia de Klimt, su maestro, su amigo y mecenas, tal
vez su amante, y que murió en el mismo año que él —1918— aunque a edad bastante
más avanzada, y de quien en este 2012 se celebra el sesquicentenario de su
nacimiento, el escándalo que causaba Egon Schiele era humano, demasiado humano.
Klimt ofendía con la detestable vanidad de una belleza cruel y con un
barroquismo perverso. Schiele, en cambio, molestaba con su intolerable ferocidad,
con una insoportable gravedad del ser. Klimt jamás se pintó a sí mismo; de Schiele
conservamos decenas de autorretratos. En uno de ellos, muy escueto y primerizo,
ya se percibe su ruptura, con apenas 18 años, con la tradición académica y con
las reglas del Jugendstil de las que bebió para escupirlas con desprecio: en su
rostro, apenas perfilado, mira directamente al espectador de frente, con un ojo
abierto y otro intencionadamente deformado con una de sus manos de
característicos dedos larguísimos. Así somos y así es el mundo: deforme; también
implacable y esperpéntico.