Las etiquetas que remiten a la juventud a mí en
particular me desagradan. Sé que con frecuencia se emplean de modo
bienintencionado, como buscando disculpar errores y ensalzar pequeños logros; constituyen una concesión a la
esperanza. A muchos artistas en general y músicos en particular dentro de
nuestro país, aun portando ya a sus espaldas más conchas que un galápago, ese
calificativo —el de jóvenes— se les endosa con frecuencia. En su tiempo, hace
escasamente unos tres años, Accademia del Piacere hubo de pasar ese forzoso sarampión.
Eran «el joven ensemble», «el grupo revelación», a pesar, y tal vez por, ese
rigor y respeto musicológico y al tiempo extraordinariamente fresco y espontáneo,
con aires andalusíes y contemporáneos, que poco a poco iban destilando en sus
conciertos y grabaciones. En 2009 editaron bajo su propio sello —Alqhai
&Alqhai— un disco que fue declarado por Diverdi uno de los veinte mejores
de entre los cientos y cientos con que trabajan y que distribuyen cada año: se
trataba de Las lágrimas de Eros, un cedé que ya ha conocido una reedición. que
he regalado varias veces, al que vuelvo sistemáticamente y que pareció al fin
lograr desincrustarles esa pátina de jóvenes perpetuos de los que siempre hay
que esperar que maduren. En Las lágrimas de Eros, reunidos alrededor del
violagambista sevillano de obvia raigambre árabe Fahmi Alqhai, un puñado de «jóvenes»
pero sabios intérpretes abordaban la música italiana del XVI y el XVII, de la
mano de nombres como Ferrari, Rossi, Frescobaldi, Landi, Marenzio, Basani,
Bovicelli y Marini; es decir, lo mejor de lo mejor. Tras este trabajo vinieron
otros proyectos importantes. El subsiguiente fue Las violas del cielo y el
infierno: el cielo y el infierno, el bien y el mal, la calma que a la tempestad
precede. En la lucha de contrarios, como en el duelo natural entre lo masculino
y lo femenino, radica la existencia del mundo. No podía ser menos en la música,
territorio de contrastes atávicos. Este disco era un misterio, no menor que el
que rodea a la propia viola de gamba como instrumento: la única capaz de
reproducir «la voz humana», el soberbio instrumento capaz de seducir a un rey —el
Rey Sol— con su resplandor y sus sombras. De nuevo figuró entre los mejores
discos de 2010. Tras este nuevo acierto, los Accademia se atrevieron nada más y
nada menos que con Monteverdi. Ya no recuerdo si para entonces (2011) se les
seguía llamando jóvenes, pero aparecieron en la portada de Scherzo y apostaron
por un nuevo no-va-más: Amore di Marte, dura y a la vez emocionada exposicion
de esos dos terribles campos de batalla —¿cuál peor?— que son la guerra y el
amor. Tras todo esto había de venir una vuelta de tuerca insospechada: la vena
andaluza de los Alqhai afloró en una extraña unión o mestizaje —la palabra fusión
no me gusta demasiado— de sones barrocos y andaluces. Las idas y las vueltas es
el acertado título de un disco en el que todo es ir y venir porque es
intercambio puro, porque no se sabe muy bien de dónde venimos ni a dónde vamos
pero sí lo que somos: el resultado de un centrifugado emocional indisoluble
donde se confunden las raíces de la sangre y del tiempo, la voz de lo popular y
lo culto, la altiva peluca empolvada con la lágrima derramada por una muchacha
sencilla a la orilla del mar.
La temporada de Conciertos de Otoño de la Fundación
Botín ha comenzado este año con una agrupación de lujo: esta Accademia del
Piacere de la que hasta ahora vengo hablando, no precisamente desconocida para
el público santanderino, pues ya en diciembre de 2010 actuó en una convocatoria
poético-musical que se propuso desde el Aula de Letras de la UC, siendo
entonces su directora la autora de estas líneas. En el caso de la propuesta de
la Fundación Botín, la excusa para volver a disfrutar de Accademia del
Piacere ha sido bastante singular: el tricentenario del nacimiento de
Jean-Jacques Rousseau, conmemoración tal vez sorprendente desde un punto de
vista musical para quienes ignoren la faceta de compositor —que la tuvo— del
influyente filósofo; pensamiento el suyo, por lo demás, muy en boga, teniendo
en cuenta que su ideal del «bruto feliz» puede cobrar en nuestros tiempos una
vigencia inusitada, a menos como aspiración ¿ilustrada? de ciertos gestores
contemporáneos de la vida píblica. Pero no nos vayamos por otros derroteros y
retornemos a la música.
Las aportaciones de Rousseau al arte de Euterpe no
fueron demasiado significativas, albergando mayor interés las discusiones
surgidas al amparo de la «Querelle des Bouffons», conflicto estético que
trascedió lo estrictamente musical y que confrontaba —innecesariamente— dos
posibilidades de componer y, por tanto, de entender el mundo: la melodía cmo
irreconciliable enemiga de la armonía, también la conveniente italianización o
no de la ópera francesa. Solo en este contexto puede entenderse un programa tan
variopinto como el expresamente requerido por la Fundación Botín a Accademia
del Piacere, que supo abordar con inimaginable soltura desde su «juventud»
cuajada de experiencia y buen hacer por toda Europa una batería poco coherente de obras de Vivaldi, Pergolesi, Rameau, Telemann y Gluck, por supuesto haciendo
escala en dos piececillas de Rousseau por aquello de complacer el motivo
inspirador de la reunión.
El mundo de la música antigua es delicado y hay que
saber tratarlo adecuadamente, y necesario es decir que hubo en la —por demás atiborrada—
sala de la Fundación Botín problemas técnicos inexplicablemente no resueltos.
Los instrumentos de época, como sabe cualquier aficionado a la música antigua,
son muy sensibles a los cambios de temperatura y humedad, y la sesión
transcurrió en unas condiciones que obligaron a los músicos a realizar
continuas afinaciones con sus instrumentos: algo que se hubiera arreglado con
una activación moderada del aire acondicionado o con una generosa apertura de
puertas que la institución no procuró.
En semejante contexto, deben destacarse no solo los
heroicos esfuerzos de los intérpretes desenvolviéndose entre tales
hostilidades, sino las excelentes adaptaciones de piezas orquestales complejísimas
a lecturas para un máximo de seis instrumentos: qué maravillosos sonaron Rameau
y Telemann, por no mencionar la dulce expresividad de Gluck o la viveza
extraordinaria de Vivaldi; incluso el insípido Rousseau fue exprimido en sus máximas
posibilidades. Por destacar algo en particular dentro de un conjunto que es
magnífico en su totalidad, quizá haya que subrayar la espléndida dirección de
Fahmi Alqhai, el divino y todoterreno violín de Hiro Kurosaki (no Enrico
Onofri, como venía especificado en el programa de mano) y la sensual a la vez
que poderosa pero bien modulada voz de Mariví Blasco. En todo caso, sería
injusto dejar de mencionar a Rami, hermano de Fahmi, así como a Enrique Solinís,
Alberto Martínez y Miren Cerbeiro.
Mientras asistíamos al concierto no se podía perder
de vista la leyenda impresa en la tapa del hermoso clave presente en el
escenario: «ubi labor ibi uirtus». Ciertamente, Accademia del Piacere se trabajó
la excelencia de un concierto tan arisco con un talento difícil de igualar. Un
lema, por otra parte, que bien podrían adoptar al frente de todas y cada una de
sus incursiones, tan osadas como felices hasta el momento.