LA ÚLTIMA CANCIÓN


En su último libro, recién aparecido en la editorial El Cuenco de Plata, El odio a la música, Pascal Quignard desgrana las extrañas y no siempre salvíficas relaciones entre el ser humano y la música. En particular dentro de este libro, articulado en una sucesión de varios ensayos más o menos sobrecogedores, hay uno que me ha llamado especialmente la atención en relación con otro asunto del que hoy quiero hablar. El ensayo en cuestión se llama «Sucede que las orejas no tienen párpados», y me ha interesado especialmente por dos motivos: uno de ellos es que sostiene la supremacía del oído y de la música sobre cualquier otra manifestación física o sensorial a la hora de la muerte: «Antes del nacimiento y hasta el último instante de la muerte, hombres y mujeres oyen sin un instante de reposo»; el otro motivo, o más bien figura, que me ha cautivado, es precisamente el que se recoge en el título mismo del ensayo: la mención a la inexistencia de unos párpados que cobijen el avasallador instinto del sonido en sus evoluciones. Al contrario de lo que afirmaba John Donne en su bellísimo poema —«La luz no tiene lengua, es toda ojos»—, para Quignard es el acto supremo del oído el que domina en la luz, ya en la primera ya en la última. Más adelante afirma: «La música es como la palabra adiós en boca de un anciano».
Esta particularidad omnipresente de la música así como la mención a la importancia de los párpados —del mismo modo que cierta forma de mirar la vida desde la distancia que puede confluir con la de Quignard— no son precisamente ajenos al libro último que, a modo de caótico —o más bien, voluntarioso— testamento nos ha legado Antonio Gamoneda en la colección dorada de Tusquets: Canción errónea. No seré yo quien diga que este, por más que lo parezca, ha de ser el último poemario de Gamoneda. Sus últimos libros en verso, lo mismo Arden las pérdidas que el recopilatorio Esta luz —con el excepcional renacimiento de Cecilia— ya hacían presagiar un oscurecimiento de la voz, un pañuelo agitándose con serenidad en el aire neblinoso de la despedida. Esa es precisamente una de las características de la conciencia: que llega sin avisar y te puede pillar en traje y corbata o en zapatillas. La sensación del adiós, el flirteo con la banda sonora de su zarabanda cortés pero definitiva, flotaba ya sobre los versos de estos libros mencionados del poeta.  A diferencia en cambio de la conciencia, la vejez —término denostado injustamente— no llega de forma súbita, sino que se va aproximando lenta e inexorablemente, «tan callando». Así que si en Arden las pérdidas, el lento crepitar del fuego era humilde percepción del acabamiento, en una suerte de hoguera final y sin embargo purificadora de recuerdos más o menos dolorosos —peculiar acto de fe de la memoria—, en Canción errónea se perpetúa esa conciencia pero con un elemento añadido, incluso dos: la concepción de lo vivido como melodía y, además, como una melodía no precisamente grata o loable: una pasión musical inútil. Para Antonio Gamoneda, Canción errónea es la canción de un vivir que como puente media entre dos lugares que no existen. Podría decirse que es una línea que el poeta recorre mitad funámbulo mitad sonámbulo entre dos puntos errados, entre un comienzo absurdo y un final inabordable: «Desprecio / la eternidad. / He vivido / y no sé por qué. /  Ahora / he de amar mi propia muerte / y no sé morir. / Qué equívoco». Tal vez por eso Gamoneda renuncia al seguramente apócrifo deseo de Goethe en su lecho de muerte: «Ya / tarda la ceguedad, ya tarda. / No / más luz. / No / más luz». Qué distinto y distante de aquello que proclamaba en Arden las pérdidas: «Así es la vejez: claridad sin descanso». La asunción del error se transustancia en la inutilidad de algo sánscrito o sagrado como la verdad: «La rosa es bella, ¿y para qué? / Así son tus grandes, tus inútiles preguntas. / Ignorar para ver, dices también. / Pero, ¿qué ver? Tan / solo lograrás que ardan tus ojos. / Compréndelo: no existe más que una palabra verdadera: / no».
En Canción errónea volvemos a encontrar muchos de los elementos que le inquietaban en libros anteriores: los ultrajes del pasado, el amor extraordinario a la madre, el dolor de los actos cotidianos, los armarios que amenazan con su sombra tras sus puertas. Y los párpados, como antes mencionaba. Bajo los párpados, cobijo rilkeano de la muerte, se agitan la contemplación de la pérdida, la memoria, las cuestiones que no esperan respuesta ni consuelo, los insectos que zumban sin descanso turbando la calma, la ira. El poeta ovetense, es evidente, necesita regresar a sus penates literarios, e incluso así lo admite.
Hay, no obstante, un cambio: si siempre sus libros se habían caracterizado por una arquitectura impecable, Canción errónea  es una sucesión de compases donde predomina lo indeterminado, lo imprevisible; poemas de rabiosa actualidad política conviven junto al más descarnado nihilismo, evocaciones artísticas o cinematográficas se entremezclan con recuerdos de viajes. Y en mitad de todo ello, como un paréntesis de pulpa esperanzada, la melena salvadora de Cecilia... La ordenación de un libro a Gamoneda le resulta, literalmente, «innecesaria». Tal vez estos versos son unos pasos libres al fin y caprichosos en el gran salón vacío, bajo la tela de araña de cristal, enmarcados por el pan de oro desgastado del azogue. El último baile siempre es un espejismo solitario cubierto por el manto protector pero insensible de esa música, de esa canción errónea del vivir.