Hace unos 80 años John Steinbeck publicaba De ratones y
hombres, novela que nos resulta hoy de lo más actual, como todo lo siniestro y
degradado que nos pasa últimamente por las manos, a pesar de los felices
augurios de Steven Pinker. El montaje que han traído hasta el Palacio de
Festivales Miguel del Arco y Juan Caño Arecha no hace sino confirmar esta
impresión. Oscilando como un péndulo cruel entre lo onírico-romántico y lo
industrial-deshumanizado, la escenografía nos traslada a la evocación de un
luminoso Edén inalcanzable que en la práctica se desarrolla en un lúgubre
Paraíso Perdido —la obra transcurre bajo una luz cetrina a lo largo de sus dos
horas de duración— de cintas transportadoras y barracones infectos: la única
realidad asequible al Hombre. En ese lugar de expulsión hay marginados,
explotación, tensión sexual, violencia, desengaño y una absoluta incomunicación,
todo ello en una caja negra en la que la única ventana es el afecto casi
simbiótico de dos personajes y la utopía inviable de un mundo mejor que, por
supuesto, nunca llega, aunque imaginarlo alivie.
Con este amasijo de horror, que es aún más brutal por
presentarse plenamente interiorizado por sus protagonistas, en quienes la idea
de rebelión no existe, Miguel del Arco, empleando con destreza una ambientación
visual y musical inquietantes, traza un cuadro en que brillan todos los
actores, desde la compenetrada pareja de Fernando Cayo y Roberto Álamo hasta la
ternura de Antonio Canal, la perversa inocencia de Irene Escolar o la
maltratada sequedad de Emilio Buale, Alberto Iglesias o Josean Bengoetxea. Una
noche para recordar y no albergar felices sueños.