A partir de
la exposición de David Hockney que aún puede contemplarse en el Museo
Guggenheim de Bilbao hasta el 30 de septiembre.
Se sabe que una de las sensaciones más
impresionantes que puede experimentar el ser humano en relación con la
Naturaleza y consigo mismo es la de hallarse a solas en un bosque. Allí se
puede palpar el vértigo de troncos infinitos, el olor de la humedad, los planos
y cortinas de luz que, filtrándose, se superponen teatralmente, las miríadas de
ruidos diferentes e inquietantes. Privado de sonido, ese espectáculo crece por
fuerza en su componente perceptivo táctil y, sobre todo, visual. Oír y ver caer
un árbol no es exactamente igual que solo verlo caer. Cuando un cadáver se
desploma ante nosotros como en una película muda todo adquiere un algo de
irreal, pero también se ralentiza y nos obliga a dedicar más atención al resto
de indicios que nos aportan una información de la que nos priva el oído.
David Hockney es prácticamente sordo y pinta árboles.
También los dibuja y los fotografía y hace collages y montajes con ellos. David
Hockney trabaja con miles y miles de árboles en sus manifestaciones más
diversas: no importa si esplendorosos o carcomidos por la ruina, si en
primavera o en invierno, si en la mañana o en la tarde, si entre la niebla o
pespunteados por el sol. Todos esos procesos transcurren en silencio. Y
soledad: Hockney vive en soledad, salvo los momentos en que está acompañado por
los técnicos que le prestan ayuda en sus montajes. Pero David Hockney no necesita
el sonido de los árboles, se queda con lo esencial y duradero, incluso eterno:
la luz, las mutaciones de color, las texturas, las ramas dramáticas, las hojas
caprichosas; árboles que a ratos se bifurcan, que a ratos se comportan como paralelas
que nunca se encontraran.
Hockney es un tipo socarrón pero afectuoso. Hace muchos años le
interesaban las estampas felices más
o menos banales de la Norteamérica próspera y grata, de los paisajes y
paisanajes californianos —piscinas, cuerpos bronceados y atractivos....—,
aunque su origen se encontraba realmente en Inglaterra, pues Bradford fue la
tierra que le vio nacer. Aparte de estas tomas arquetípicas del American Way of Life, Hockney había
trabajado como escenógrafo operístico y se había fijado también en algunos de
los iconos paisajísticos más definitorios de los Estados Unidos, caso del Gran
Cañón del Colorado. Claro, el Gran Cañón le impresiona a cualquiera, pensará el
lector. Aquello es grande y sobrecogedor, es un espectáculo que cae fuera de
toda construcción o medida humana. Precisamente ahí, en la absoluta desmedida,
fue donde Hockney se quedó atrapado y reinventó una forma de pintar. En las imágenes
que Hockney plasma del Gran Cañón —de formato intencionadamente panorámico
aunque no exento de una cierta y buscada desproporción y, por si ello no
bastara, orgía de color— no nos interesa tanto la forma en la que pinta como su
peculiar fenomenología del espíritu del paisaje ante el que se encuentra. Jean Lescure escribía en cierta ocasión acerca de la obra de
otro pintor, Charles Lapicque: «Aunque su obra testimonia una gran cultura y un
conocimiento de todas las expresiones dinámicas del espacio, no las aplica, no
las convierte en recetas. Es preciso, pues, que el saber vaya acompañado por un
olvido igual del saber mismo. El no-saber no es una ignorancia sino un difícil
acto de superación del conocimiento. Sólo a este precio una obra es, a cada
instante, esa especie de comienzo puro que hace de su creación un ejercicio de
libertad". Algo que, por cierto, nos recuerda bastante a lo que es en
esencia el ejercicio de la poesía.
Decíamos antes que Hockney era un tipo socarrón
y afectuoso. Lo primero puede apreciarse en el magnífico vídeo-entrevista de
Bruno Wollheim que se exhibe al final de la exposición del Guggenheim bilbaíno
y que, a pesar de sobrepasar la hora de duración, es de visión tan obligada
como enriquecedora. En el vídeo se puede seguir con total detenimiento, a lo
largo de tres años de material grabado y obviamente depurado, el proceso
creativo de gran número de obras del artista hasta culminar en su «obra más
grande» o «visión más amplia» —la que da título a la presente exposición del Guggenheim
y previamente al cuadro, o más bien políptico de 32 piezas, que se mostró en la
Royal Academy of Arts de Londres en una sola pared—. Lo segundo, lo del cariño,
lo sabemos por dos sucesos que determinaron de forma concluyente la percepción
del espacio y del tiempo pictóricos por parte del artista. Y es que de forma
sucesiva se dieron un par de acontecimientos que cambiaron de forma decisiva los
intereses y procedimientos del pintor británico: la muerte de su madre y el cáncer
de su mejor amigo, junto a quien se desplazó para transcurrir en su compañía
sus últimos meses de vida. De resultas de esos impulsos del corazón, Hockney redescubrió
Yorkshire, un lugar aparentemente aburridísimo en el que no hay más que bosques
y árboles y campos de cultivo y caserío disperso, pero en el que Hockney
encontró lo que sin saber buscaba: no una forma más o menos concreta de pintar —a
quién puede interesarle eso a estas alturas— sino la manera de apresar el
espacio y el tiempo en la pintura de un modo no físico sino intelectual. Así
empezaron a prodigarse las estampas de Yorkshire en su riqueza cromática y
dispositiva y su obsesión por la captación de caminos o estrechas carreteras a
modo de túneles flanqueados por árboles más o menos desnudos y, ya
posteriormente, vendrían las grabaciones mudas de las incidencias meteorológicas sobre estos espacios en
lucha despiadada con el tiempo. El grandioso pero trágico descubrimiento de
Hockney es que la vida es muda y efímera: todo transcurre en silencio pero con
rapidez de vértigo, el paisaje que vemos no es el mismo tan solo un parpadeo
después: el sol se ha movido, una sombra nueva ha hecho su aparición, el
equilibrio perfecto del segundo previo se ha quebrado ya. Esa batalla muda es
la batalla diaria del Hombre, que conduce a su vez a otras batallas. ¿Cómo
podemos aspirar a conocer o retener o amar a quien está en perpetuo e
involuntario cambio?
El camino de Hockney para llegar a este método
de trabajo —del que quizá ha trascendido, como es habitual, lo más anecdótico:
su empleo de las nuevas tecnologías como el vídeo, el iPhone o el iPad— no ha
sido baladí ni casual: su devoción por los clásicos del XV al XVII —hay toda
una sala dedicada a reflexiones pictóricas a partir de uno de sus cuadros
fetiche, el Sermón de la Montaña de
Claude Lorrain, auque no sea tal vez esta la faceta más afortunada del británico—
o sus realmente magníficos cuadernos de dibujo —examinarlos uno por uno lleva
su tiempo, pero podemos asegurar que es tiempo bien empleado, a diferencia de
lo que recomienda una publicación que hemos (h)ojeado, que los tilda de ¡¡escasamente
interesantes!!— confirman que la poética del espacio y el tiempo del ser
encuentran buen acomodo en los insolentes bosques de Hockney y en los ojos turbados
de todo espectador.