En el cielo
raramente azul de la ciudad de Brujas se recortan tejados con escaleras que otorgan
la posibilidad de ascender a las nubes o descender de ellas casi de forma
infinita, pues a un tejado escalonado se sucede otro, y a este otro, en un
ejercicio calculadamente geométrico que no excluye algo de metafísico.
Rompiendo esa aserrada arquitectura gótica tan característica de la Venecia
norteña, y presidiendo una plaza recoleta desde la que se puede escuchar el eco
de los carruajes que con decadente elegancia desgastan el adoquinado típico de
la ciudad, se yergue la Iglesia de Santiago —St. Jakobskerk—, de origen
temporal incierto, aunque algunos llegan a situarlo en el siglo XII. En esta
iglesia, sufragada y engalanada por los Duques de Borgoña y por ricas familias de comerciantes locales cuyas casas la rodean, se alberga una apreciable colección
de pintura flamenca —algún Pourbus cuelga por allí—, el mausoleo renacentista
de Ferry de Gros y un curioso órgano del siglo XVI. En tan singular entorno, y
en el contexto de una población amante de la música como lo es Brujas, no son
infrecuentes los conciertos. No es por ello extraño que la Iglesia de Santiago
haya sido uno de los escenarios integrantes del veraniego y exquisito Festival
de Música Antigua de Brujas (MAFestival), que en este año se ha desarrollado
bajo el lírico lema «Triste plaisir et douloureuse joye», evidentemente evocador
del célebre poema de Alain Chartier al que tan bella música puso el enorme
flamenco Gilles Binchois. Un Festival de Música Antigua, por cierto, en el que
la presencia de los músicos españoles fue más que notoria: La Caravaggia, La
Galanía, Forma Antiqua y Al Ayre Español se codearon con intérpretes de la
categoría de Ottavio Dantone, Pierre Hantaï, Kenneth Weiss, Skip Sempé,
Dorothee Mields, Dominique Visse o Lee Santana, entre otros.
Fue precisamente Eduardo López
Banzo, al frente de la agrupación Al Ayre Español, el encargado de rescatar en
tan exquisito entorno un oratorio de Scarlatti sobre el que penden conjeturas e
incertidumbres varias: El martirio de Santa Teodosia, sexto oratorio de
Alessandro y segundo escrito en italiano, de estreno aún no esclarecido, aunque
López Banzo apunta a su presentación en Roma en 1684 —mismo año, por cierto, en
que el compositor fue contratado como Maestro di Cappella por el embajador de
España en el Vaticano, quien había sido nombrado a su vez Virrey de Nápoles—.
En estas mismas fechas, asimismo, Scarlatti se encontraba bajo el directo
mecenazgo de la reina Cristina de Suecia, protegida a su vez por Felipe IV de
España, en tanto que la propia Cristina se hallaba residiendo en Flandes: todo
un manojo de encuentros y casualidades. Cristina tenía una personalidad
especial —físicamente dominaban en ella los rasgos masculinos y un aspecto poco
agraciado que ella misma acentuaba con su vestimenta y maneras—, brillante y
combativa —no en vano Calderón de la Barca llegaría a hacerla protagonista de
uno de sus autos sacramentales, La protestación de la fe—, y una marcada
tendencia hacia la intelectualidad y la promoción de la cultura: siempre se
encontraba rodeada de músicos y escritores, y favoreció a muchos de ellos; poco
antes de morir había estado acogiendo con especial predilección a Arcangelo
Corelli.
En
el caso concreto de Scarlatti y de El martirio de Santa Teodosia se dan unas
circunstancias peculiares. El libreto hace hincapié en la virginal condición de
Teodosia, que resiste a la presión del poder y de las tentaciones mundanas para
salvaguardar sus decisiones y su incorruptibilidad. Algo que decididamente
tenía mucho que ver con la propia biografía de Cristina, que había renunciado a
la corona sueca en medio de fuertes conflictos con los nobles de la corte y sin
ceder a dar explicación alguna por su determinación. Obviamente, la historia de
Teodosia, que remite al siglo IV d.C., contiene unos tintes trágicos a los que
la reina Cristina era ajena: el príncipe Arsenio, hijo del gobernador romano
Urbano, se enamora de Teodosia, pero ella rechaza su amor. Arsenio trata de
persuadirla, pero ella se resiste, rechazando también los consejos del prefecto
Decio, matarife al servicio de Urbano. Finalmente, se ordena el martirio de Teodosia,
consistente en arrancarle en vivo los pechos y la carne de los costados de su
cuerpo. Más allá del desarrollo de la mera anécdota, lo cierto es que el
personaje de Teodosia encierra un lirismo e intensidad que no parecen casuales,
y que tienen muchos puntos en común con el carácter de Cristina. En este
sentido, no parece descabellado especular con una cierta identidad «virtual» entre
la reina y el fantástico personaje de la mártir, e incluso con una intervención
muy directa e interesada de Cristina en el libreto de Scarlatti. Como se ha
dicho, Cristina era una mujer culta, capaz de semejante intervención, y además
entendemos que era suficientemente conocedora de la historia de la mártir,
entre otras cosas porque, por su arraigada amistad con Corneille, al menos
debía de haber leído su Teodora, obrita que perfila una mujer con muchas
concomitancias con el carácter de Teodosia.
Así
pues, como decíamos, con tan apasionante asunto, ribeteado de tintes
detectivescos, se presentaron López Banzo y Al Ayre Español en la Iglesia de
Santiago en Brujas. Cristina-Teodosia estuvo encarnada por una de las grandes voces barrocas españolas del momento: la de María Espada. María estuvo inmensa,
haciendo gala de un colorido extraordinario, unas agilidades de vértigo, unos
pianissimi delicadísimos y un caudal imposible. En su expresividad el gozo y
el tormento se sucedían en un éxtasis que empapaba sin remedio al espectador.
Espada estuvo inmejorablemente acompañada por el tenor Andrew Tortise como
Arsenio, el bajo Luigi de Donato como Urbano y el contratenor Carlos Mena como
Decio (quizás este el menos afortunado de los cuatro, con algunas transiciones difíciles). Al Ayre Español
compusieron un conjunto refinado mas no por ello menos brioso, atacando con
firmeza en los pasajes precisos y subrayando las escenas más íntimas con
instinto y dulzura. La dirección de Banzo, quien también se hallaba al clave,
demostró un conocimiento y comprensión profundas de la partitura, una
concepción dramática y musical sapientísima y una hilazón perfecta entre
instrumentos y voces. En un momento dado, un inesperado suceso sobresaltó a los
espectadores: el banco en el que López Banzo tocaba y dirigía trastabilleó y le
hizo caer; el director se levantó ágil como un gamo y sin perder comba
prosiguió con la ejecución de la obra como si nada hubiese ocurrido.
Gracias
a López Banzo y Al Ayre Español la reina Cristina tuvo oportunidad de volver a
pasear como mártir hermosa por sentimientos y lugares que le fueron conocidos,
Scarlatti asistió al renacimiento y rescate de su obra y nosotros hicimos un
viaje en el tiempo, regresando a un Flandes en el que España tenía aún mucho
que decir.