Dentro del LXI Festival
Internacional de Santander pudo escucharse ayer en la Sala Argenta del Palacio
de Festivales la bien conocida aunque poco programada Trilogía Romana de
Ottorino Respighi —particular poema sinfónico celebratorio de las fiestas,
fuentes y pinos de Roma— con acompañamiento visual por obra y gracia de la Fura
dels Baus. Esta convocatoria del Festival no atrajo demasiado público, en una
sesión de poco más de una hora de duración con numerosos blancos en el patio de
butacas.
La composición de Respighi es un
tanto irregular, surcada de influencias múltiples, oscilante entre el delicado impresionismo
francés y la fuerza más avasalladora del romanticismo alemán. Giancarlo de
Lorenzo, al frente de la Orquesta Sinfónica de Bilbao, optó por una lectura firme,
que puso el acento más en lo colosal que en lo íntimo, más en lo heroico que en
lo sensual, potenciando mucho el metal (trompetas, timbales) y los pasajes más
épicos de la obra, tal vez en detrimento de ciertos colores menos evidentes y
de unos susurros que hubieran debido cobrar más protagonismo en las
intervenciones de clarinete, flauta o sección de cuerda previstas al efecto. La
orquesta, en todo caso, sonó potente y compacta en la dirección resuelta de
Lorenzo.
La Fura dels Baus convirtió con
su intervención el concierto en espectáculo, colocando escuetamente un par de
pantallas de proyección —una al fondo del escenario, en la posición del coro, y
otra en forma de telón transparente delante de la orquesta, cubriéndola— en las
que se sucedieron una serie de imágenes bastante previsibles, concebidas por
Emmanuel Carlier. En realidad, el recurso de proyectar imágenes como
acompañamiento de otro asunto —teatro, música...— resulta bastante trillado a
estas alturas y augura a priori escasas
perspectivas de éxito. En el caso presente, Carlus Padrissa, director de la
Fura, había sostenido que solo se pretendía iluminar con imágenes los sonidos
de la música. El problema es que las imágenes propuestas, aparte de invadir la
interpretación de la Trilogía Romana mediante la incómoda cobertura visual,
física, de la orquesta, aportaron poca luz a la partitura de Respighi, cuando
no manidas o hasta extrañas interpretaciones. Empezar las proyecciones con
fuego y terminarlas con humo no pareció precisamente original, lo mismo que los
interminables planos de obras de Caravaggio; por fortuna, la sutil amenaza de
resucitar a Anita Ekberg bañándose en la Fontana de Trevi no llegó a cuajar: solo la
vimos por la espalda. La asociación de los pinos de Roma al mito de la conversión
de Dafne en laurel es, cuando menos, inexplicable, mientras que la marcha de
árboles final por la Via Appia devino estrambótico trasunto quién sabe si del shakespeariano
Bosque de Birnam o de los martillos desfilantes en el videoclip The wall de
Pink Floyd. En las secuencias más sensuales se optó por un extravagante pudor:
en el pasaje de las esculturas animadas, quizá de los más relevantes de la
proyección aunque lastrado por su reiteración, pudimos ver por primera vez en
nuestra vida estatuas con tanga; el acoso de Apolo a Dafne se filma de cintura
para arriba y las siluetas masculinas de la tercera parte aparecen recortadas
en sus atributos sexuales. Está claro que la música amansa a las Furas. Los
catalanes han elegido el camino de una propuesta cansada, con visos
convencionales e incluso acomodada, menos orientada a épater le bourgeois que
a complacerlo. Serán cosas de la edad.