Miro fotografías de Wisława Szymborska. Todas ellas tienen un rasgo en común, aunque quizás en algunas ese rasgo sobresale más que en otras: pocas veces he visto un rostro tan afín a la escritura de quien lo posee. No sé muy bien —«no sé», esa expresión tan querida por Wisława— si la expresión de la poeta fue haciéndose así a fuerza de escribir, o si por el contrario en ese gesto con que abordaba el mundo y su extrañeza se albergaba la semilla de lo que había de alumbrar en el papel. En el rostro de Wisława hay sencillez, hay ironía, hay ternura. Una cálida sonrisa un tanto socarrona desarma con franqueza insostenible a quien se encara con ella. En el rostro de Wisława hay chocolate y brandy; no es de extrañar que tanto el uno como el otro fueran de su gusto.
Ahora que se ha ido Wisława — Wisława Szymborska, qué nombre tan bonito, y con ese foulard en su ele—ya no queda quien se burle de los serios ropajes, un tanto trasnochados, del ritual oficiado por los chamanes del verso. Todavía recuerdo cuando hace muchos años leí por primera vez su poema «Miedo escénico» (dentro de Gente en el puente, 1988), en que se mofaba suavemente de la ceremonia, no exenta de cierta melancolía, del oficio poético y su pública epifanía: «Poetas y escritores. / Porque así se les dice. / Los poetas entonces no son escritores sino qué. / ... / Allá en el escenario acecha una mesita / un tanto espiritista y de patas doradas / y sobre la mesita humea un candelabro». En «Velada literaria» (Sal, 1962) la compasión por la insignificancia de la musa poética daba paso a una emotiva compensación: «En la sala hay una docena de personas, / es hora de comenzar. / La mitad vino porque llueve, / los demás son parientes. Musa. / ... / En la primera fila un viejecito dulcemente sueña / que su difunta mujer salió de la tumba / para prepararle una tarta de ciruelas. / Con ese fuego —poco, para que la tarta no se queme— / comenzamos la lectura. Musa». En esa tibia lucidez final de las ciruelas al rescate resplandece la Szymborska más real.
La burla amable, como es natural, solo encuentra su lugar en el resbaladizo territorio de la incertidumbre. Sobre todo podemos bromear porque nada hay seguro. La certeza —por otra parte una utopía— se reserva al mundo de la ciencia, y ello entre muchos puntos suspensivos. La poesía es un no-sé constante, un enorme signo de interrogación, una línea quebrada en su recto curso tiernamente, como aparece la sonrisa de Wisława en las fotografías. La poesía, entonces, se parece mucho al azar del acto de vivir, hasta al de amar: «Ambos están convencidos / de que los ha unido un sentimiento repentino. / Es hermosa esa seguridad / pero la inseguridad es más hermosa. / ... / Todo principio / no es más que una continuación, / y el libro de los acontecimientos / se encuentra siempre abierto por la mitad» (Fin y principio, 1993).
Si hay algo con lo que Wisława Szymborska sabe trabajar a conciencia es con la brutal inocencia del lenguaje y de las imágenes que este en su sencillez atroz es capaz de generar. En esa fragua de aparente levedad se golpea con sistema contra el yunque un material muy arriesgado. Szymborska moldea de este modo, sin aspavientos, un impávido retrato de la sinrazón e imprevisibilidad de la violencia y sus facturas, sin temer a la denuncia del bucle natural que la alimenta; así lo leemos en ese poema estremecedor que es «Fin y principio», en cuyo final inquietante y perfecto se atisba el nacimiento de una nueva catástrofe, tal vez una indiferencia genética hacia la que acaba de ocurrir: «Después de cada guerra / alguien tiene que limpiar. / No se van a ordenar solas las cosas, / digo yo. / Alguien debe echar los escombros / a la cuneta / para que puedan pasar los carros llenos de cadáveres. / ... / Aquellos que sabían / de qué iba aquí la cosa / tendrán que dejar su lugar / a los que saben poco. / ... / En la hierba / seguro que habrá alguien tumbado / con una espiga entre los dientes, / mirando las nubes». La mujer, la mujer que se rebela —la profetisa Casandra, la mujer de Lot—, sufre con especial ensañamiento el efecto más sórdido e incomprensible de esa violencia circular que avanza sirviéndose de dos bastones: las causas y las consecuencias. Con todo, ni la guerra, ni el olvido, ni siquiera la enfermiza premeditación de un meticuloso terrorista, con su alevosa exaltación de la violencia, es capaz de desviar el a veces absurdo pero siempre inexorable curso de las cosas: «La bomba explotará en el bar a las trece veinte. / ... / Trece diecinueve. / Y ahora como que no entra nadie. / En vez de entrar aún hay un gordo calvo que sale. / Pero parece que busca algo en sus bolsillos y / a las trece veinte menos diez segundos / vuelve a buscar sus miserables guantes».
Qué hábil es, Wisława. Huyendo de la afectación estilística, presentándonos poemas cerrados y exquisitamente estructurados, apelando a la claridad formal y expositiva, nos hunde en la vacilación y la perplejidad. Leemos, entendemos, asentimos, nos espantamos mansamente, incluso sonreímos, pero nada es tan fácil. Siempre hay un no sé qué que queda balbuciendo ante las grandes verdades, ante las grandes certezas, ante los grandes números, ante las grandes pautas que todo lo gobiernan, también ante las grandes injusticias que todo lo empañan. Qué hacer cuando asumimos que nada es moldeable, cuando sabemos que nada es importante para todos por igual, cuando intuimos que nada se aprende porque todo se repite, cuando solo nos acecha la duda y la sonrisa.