TRAGICOMEDIA DE LA BRUTALIDAD


LADY MACBETH DE MTSENSK, de Dimitri Shostakóvich. Teatro Real de Madrid. Diciembre, 2011.
Dirección musical: Hartmut Haenchen. Dirección de escena: Martin Kušej. Coro y orquesta titular del Teatro Real. Intérpretes (principales): Eva-Maria Westbroek, Michael König, Vladimir Vaneev, Ludovit Ludha.

Tal vez uno de los distintivos esenciales que señalan el paso decisivo a la ópera de la contemporaneidad sea el de la adopción de la brutalidad más descarnada como lenguaje estético y musical. Las grandes pasiones, las grandes ambiciones, las grandes vilezas conocen una sólida tradición a lo largo de la Historia de la Música, pero en la ópera del siglo XX se pervierten hasta presentarse de forma hiriente: el pudor se retira para dejar paso a una explicitud insensible y metálica, el horror humano se cosifica y deviene grotesco, la tragedia y la risa —más bien sátira— se mezclan en un concubinato no siempre fácil de digerir.
Si para muestra de este espantoso vaivén necesitáramos un botón, sin duda ese podría ser la Lady Macbeth de Mtsensk de Dmitri Shostakóvich, y más en particular la producción holandesa que de esta ópera se estrenó ya en Ámsterdam hace cinco años bajo la batuta de Mariss Jansons y con propuesta escénica del bien conocido Martin Kušej. Ahora ese mismo montaje acaba de llegar al Teatro Real de Madrid con dirección musical de Hartmut Haenchen, y podría calificarse sin caer en el exceso como uno de los acontecimientos operísticos del año en España.
Decía Dios que no es bueno que el hombre esté solo, pero pasó por alto que una mujer aburrida es más peligrosa aún que un hombre solo. De ese aburrimiento (que por supuesto no es casual ni simplemente misógino, como algún crítico ha apuntado, sino producto de un contexto económico-social muy concreto) y sus atroces consecuencias trata Lady Macbeth de Mtsensk, también de otros acontecimientos más vinculados al curso de la Historia (enfrentamiento de clases, totalitarismo, represión y exterminio) e incluso al propio curso privado de la Humanidad, en su vertiente más in-humana o hasta des-humanizada (envidia, lujuria, instinto de supervivencia, odio, violencia).
Como se ha dicho ya al comienzo, la ópera contemporánea es pródiga en horrores varios, pero Lady Macbeth de Mtsensk resulta particularmente desagradable. Y ello no porque en su libreto —por otra parte muy justito, firmado por Alexander Preys y el propio Shostakóvich— se recojan los asesinatos, fornicación, violaciones, maltrato y todo género de inmundicias que ya aparecen en la obra literaria de Nicolái Leskov en que se basa; sino por el modo en que este catálogo de degradaciones es presentado al espectador. Esto es mérito absoluto de la partitura de Shostakóvich, quien emplea un lenguaje musical pendular que oscila desde lo más glorioso a lo más abyecto, sajando en su trazado la chabacanería más repulsiva que puede anidar en el ser ¿humano? y dejándola expuesta en carne viva. Lady Macbeth es una obra poderosamente visual. Lo que no logra Leskov con su relato maniqueo lo logra Shostakóvich con mano maestra e implacable, introduciendo un cálamo ora cinematográfico ora circense ora folclórico, con enormes pasajes sinfónicos, con ataques sobrecogedores de la sección de metal y con instantes de un lirismo transparente y conmovedor.
El montaje que ahora se ve en el Real ha sido tachado de feísta y, sin embargo, a mí se me antoja un gran acierto. Los personajes son gruesos o poco atractivos, sus gestos son toscos y vulgares; es lo que cabe esperar de masas serviles que viven en la indigencia material y espiritual. Boris, Zinovi y Katerina son comerciantes, pero de ella se nos dice que ni siquiera sabe leer; no distan demasiado de la masa que les rodea: simplemente han tenido mayor suerte, como también la han tenido los policías corruptos que los manipulan, cuyo desahogo consiste en el ejercicio arbitrario del terror.
Toda la primera parte (actos I y II y la casi totalidad del III) transcurre en torno a un paralelepípedo acristalado de pvc. Puede hacerse un poco pesada la presencia constante de este elemento, por otra parte de simbología muy obvia, pero es efectivo en lo funcional. Hay dos momentos en que esta idoneidad se hace patente: en el vago aroma a Tennessee Williams y su Gata sobre el tejado de zinc que se desprende del encuentro de Katerina con Serguéi y en la consumación de su libidinosa pasión, entrevista entre cinematográficos fogonazos de luz helada. También deben subrayarse la terrible escena de la violación de Aksinya, planteada con la crueldad que la situación requiere, y los torturantes pensamientos que escalan la conciencia de Katerina escenario arriba. La segunda parte (resto del acto III y acto IV) exhibe una tremenda variedad escénica, con tres cambios de decorado en tan solo una hora, siendo el más impactante el tercero, de gran complejidad técnica (de hecho, hay que esperar lo suyo, tal vez demasiado, para verlo, aunque el resultado vale la pena), a modo de subterráneo infierno donde se retuercen las almas en pena condenadas a Siberia, vigiladas por policías y perros desde las alturas. Pura barbarie.
En lo vocal, Katerina (Eva-Maria Westbroek) está magnífica. Su voz extraordinariamente carnosa y bien proyectada se adapta por igual a los momentos más dramáticos y a los líricos. Es evidente que no solo es la gran estrella de la ópera, sino que además se lo trabaja. Su partenaire Serguéi (Michel König) comienza con algo de flojera pero su voz va cobrando colorido conforme avanza la obra y da la talla, aparte de contar con gran expresividad y talento dramático. Más escaso se mostró el rijoso suegro Boris Ismailov (Vladimir Vaneev), que acentuó sus esfuerzos escénicos en compensación por una débil y poco empastada voz de bajo que se vio arrollada por la orquesta, aunque sacó mayores medios en su intervención final como preso siberiano, hasta el punto de no parecer casi el mismo cantante. Zinovi (Ludovit Ludha) cumplió suficientemente en su breve papel, como cumplidores estuvieron en líneas generales el resto de miembros del elenco, debiendo tal vez destacarse a Sónietka (Lani Poulson) y al borracho delator (John Easterlin), y por supuesto al coro.
La orquesta exhibe un precioso sonido en las manos de Hartmut Haenchen y recoge con propiedad y sin desfallecimiento tanto los imponentes tutti como los pasajes más intimistas. La idea de colocar en escenas clave los metales fuera del foso, en los laterales del escenario, resulta espectacular y envolvente.
En suma, una excelente producción que combate con alta frente la indiferencia y que aporta la incómoda visión de un entorno que, ya con un siglo a las espaldas, recuerda pavorosamente al nuestro propio.