Esta sutil o quizá no tan sutil
batalla entre el libro «de siempre» y el libro electrónico lleva apuntando ya
años, y de momento, a pesar de que el formato tradicional no cuenta con el indudable
sex-appeal tecnológico, continúa ganando por varios enteros. Los gurús de la
vanguardia pronosticaron con demasiada premura la muerte del papel, cuando lo
cierto es que sus idus de marzo parecen aún lejanos. Sin embargo, sí se me
antoja interesante constatar que se están produciendo algunos movimientos
editoriales que pueden responder a un cierto temor y a una intención de
contrarrestar con opciones sabrosas el tentador «tirón» de un texto manipulable
a placer en una pantalla.
Uno de esos movimientos
detectables es el de la mejora en la edición a todos los niveles (cubiertas
duras o muy cuidadas, excelente papel, tipografía legible y atractiva...), por
supuesto no en editoriales de tiradas masivas. Este saludable aspecto físico
del libro suele ir vinculado a títulos imprevisibles o infrecuentes, a textos
singulares o bien a obras que llevaban largo tiempo dormitando en los desvanes
del olvido. A estos factores se añade la inclusión de ilustraciones de
altísima calidad. Algo que no permanece ajeno a otro elemento que también empieza
a rastrearse cada vez con mayor intensidad: la presentación de literaturas
habitualmente concebidas como «infantiles» para un público adulto.
Junto a
estos rasgos, otro formato se impone asimismo cada vez con mayor profusión: el
del libro «breviario», el libro de culto por su título o su autor, editado con
mimo en un pequeño volumen que ocupa escaso espacio en el anaquel y en el reloj
—algo que corre parejo con el curso de los tiempos—. Si aquellos libros de los
que antes hablaba aspiran a desbancar a la alternativa electrónica por la senda
de la belleza, estos últimos quieren hacerlo poniéndose a la par en cuanto a
comodidad y hasta un cierto sentido del dominio: el «minilibro», por pedante o
sesudo que sea —lo mismo da que se trate con Steiner, Sebald o Demóstenes—,
siempre es dominado por el lector y no al revés. En cualquier caso, es
innegable que estos libros, aun siendo a menudo caros, constituyen un oscuro
objeto de deseo para ese lector que también es coleccionista, para ese
bibliófilo cada vez más abundante que lo es no «de viejo» sino «de nuevo».
No me gustaría dejar de citar
algunos de los libros que con tales señas de identidad han pasado últimamente por mis
manos. Magnífica es la edición en Impedimenta del Diccionario de literatura
para esnobs, de Fabrice Gaignault, dentro de la colección «La biblioteca del
pájaro Dodo»: tapa dura, interior a dos tintas, maravillosas ilustraciones de
Sara Morante (de origen cántabro, por cierto, y que en nuestros pagos ilustró
el lindo librito Señal editado a comienzos de este año por Mundanalrüido),
ingenioso concepto. Un repaso por el catálogo de los literatos malditos —malditos
sobre todo por marginales o menos sobados por los manuales de literatura o por
los críticos de la cosa nostra— realizado con tierna ironía y pródigo en detallitos
sustanciosos, unos menos conocidos que otros. Un libro que, como puede
inferirse fácilmente, se estructura en orden alfabético y por entradas, con lo
que puede leerse a sorbos de la medida deseada.
Desde Nórdica Libros nos llega
una peculiar edición, sin lomo tradicional y con cubierta negra, de tan solo
999 ejemplares convenientemente numerados: se trata de una mirada ilustrada
lúdico-reflexiva sobre Kafka y Borges en la que el placer estético resulta tan
intenso como necesaria la implicación del lector, que tiene que navegar por
páginas horadadas en las más hermosas formas, invertir el libro para proseguir
la lectura o dejarse llevar por los trazos gráficos de la sin duda genial
Verónica Moretta, cuyo apellido ya evoca una sugerente máscara con que abordar
clásicos como La metamorfosis, La casa de Asterión, Un sueño y El
laberinto. Hasta un detalle en cierto modo incómodo no es casual, no obstante,
en este libro: no hay índice.
Para los amantes del relámpago de
lo brevísimo y al tiempo del súbito impacto de lo visual existe en La Fábrica Editorial
(colección BlowUp Libros Únicos) un precioso libro (Nuevas greguerías) que
contiene 428 greguerías inéditas de Ramón Gómez de la Serna, no por inéditas
mediocres, rescatadas de un fondo de la Universidad de Pittsburgh. Los fogonazos
del escritor madrileño se ven iluminados por fotografías de ese prestidigitador
de la imagen que es Chema Madoz. Todo ello en una elegantísima presentación de
falsa rusticidad en cubierta con contrastado y fastuoso interior en rojo y
negro.
Por último, dirigidos a niños sin
reparos o a mayores sin miedo a la infancia, dos volúmenes llegados del frío:
el relato Los zapatos rojos, de Hans Christian Andersen —de crueldad a duras
penas soportable, inspiradora no solo de miedo sino también de aquella clásica
película de Powell y Pressburger—, en Editorial Impedimenta, ilustrado (una vez
más, y aseguramos que es pura casualidad y no soborno) por Sara Morante, con
guardas delicadamente decoradas e interior a dos tintas roja y negra (de nuevo);
y las tres versiones existentes, de los siglos XVII al XIX, de la inmortal Caperucita Roja —la de Perrault, la de Tieck y la de los hermanos Grimm—, reunidas con acierto
en un solo volumen, en traducción de Luis Alberto de Cuenca e Isabel Hernández
y con la colaboración de nueve ilustradores.
Como se ve, opciones hay para
todos los gustos sin necesidad de sucumbir a la sedación electrónica. Feliz Navidad lectora.