Textos: Ana Rodríguez de la Robla
Fotografías: Miguel Ángel de Arriba y Sherley Landazábal
Fotografías: Miguel Ángel de Arriba y Sherley Landazábal
San Vicente de la Barquera : En las tradicionales imágenes apacibles de San Vicente de la Barquera apenas se adivina su pasado orgenomesco –nombre de uno de aquellos pueblos cántabros que Plinio el Viejo, en su Naturalis Historia, tachaba de impronunciables–. Se deduce a partir de los datos que nos proporciona el historiador -muerto en la erupción del Vesubio llevado de su instinto científico– que San Vicente constituía para los romanos un puerto de cierta importancia, el Puerto de Vereasueca, también mencionado posteriormente por Mela. Ya en la Edad Media se alzará un castillo en torno al que crecerá la villa esencialmente marinera que hoy conocemos. Con su característico puente de la Maza, sus barcas como animales cachazudos y flotantes en las aguas serenas, su fondo de montañas librescas, parece una postal teñida por la generosa paleta de color del tiempo, una ciudad que nunca hubiera roto un plato.
Valle del Asón : El pintor flamenco Joachim Patinir vivió su enigmática existencia a lo largo de los años comprendidos entre 1485 y 1524. Una vida demasiado corta para un arte demasiado extremo, demasiado subversivo por su deslumbrante intimidad. Patinir era como esa carta robada de la que hablaba Poe: a la vista de todos y sin percibirla nadie. De tablas no excesivamente grandes, sus recónditas pinturas cuelgan junto a las obras de los más admirados; pocos se percatan de que Patinir está ahí, vagamente suspendido junto a ese gran Bosco que atrae todas las pupilas, todas las exclamaciones, en el Museo del Prado. En la sala silenciosa y habitualmente solitaria en que se exhibe Caronte cruza la laguna Estigia, la tabla emana un verde-azul acuoso, irrepetible, cruzado por ligeras vetas blancas, neblinosas. Es un paisaje que no existe más que en el frágil territorio de los sueños. Y en los valles recoletos de Cantabria, por cierto.
Castro Urdiales de noche : En la noche las ciudades se embadurnan de perfumes, de colorete y khol, de lentejuelas. Se convierten en vedettes, en amores de paso. Hay barcas que flotan serenas en sus aguas como bolsos o sombreros. Las ciudades en la noche son coquetas, se muestran cuidadosas con los amantes y viajeros, que son al fin la misma cosa: arqueólogos alucinados en la noche y al alba asesinos en serie. En sus primeras horas la ciudad se torna una mujer astuta, se guarda del instinto animal del soñador despierto. Así que con cantos de hechicera la ciudad encubre sus maniobras algo tristes de boudoir, los afeites indulgentes con su belleza ajada, las desnudeces sucesivas de su piel capeada por los años. En la noche los gatos son pardos y las ciudades doradas contra el añil insolente de un cielo que al apagarse las ensalza.
Palacio de Sobrellano : El arte es pasto de la matemática y su abstracta perfección. El polvo de Cantor, los fractales de Mandelbrot, los bucles retroactivos de Hofstadter… o el vértigo invencible de Maurits Cornelis Escher: sus arquitecturas plenas de simetrías imposibles, sus escaleras infinitas, sus laberintos que recuerdan a los meandros del Aleph; esos meandros que pueden conducir a Dios o al mero éxtasis de los hombres ante el arte. En el templo se alberga la belleza de la cifra contra el dolor de quienes moldeaban con primor las ojivas, las mandorlas o los canecillos. Sólo una leve luz transfigura los rasgos de ese cuadro geométrico impecable: la candela de lo humano. Una cereza rosetón de fuego orfebre, un ojo insomne en el rostro de la sumergida catedral.
Santa María de Lebeña : Hará unos cuatro años murió uno de los árboles más venerados de Cantabria: el tejo de Lebeña. Cuenta Estrabón que con las hojas del tejo se suicidaban los cántabros cuando se veían en situaciones extremas o por devoción a sus caudillos, también los ancianos que se sentían inservibles para la comunidad. De sus propiedades venéficas (con v) habló asimismo Dioscórides; aunque el tejo, sin embargo, fue árbol sagrado para los celtas. El tejo de Lebeña era profundamente amado por los lebaniegos. A su lado se edificó la que acaso sea una de las más bellas iglesias de Cantabria, Santa María, poco después del 900, con el objeto de albergar los restos de Santo Toribio. Frente al tejo ya sin vida, persiste un olivo, con hojas leves de sabiduría y esperanza. Planetas, volutas de acanto, rosetas… proliferan en el interior de una iglesia prerrománica pequeña pero colmada de historia y de misterio.
Parque de la Naturaleza de Cabárceno : Jardines acotados. “Huertos cerrados”. Lugares donde ser y recluirse, donde esperar y amar, donde hacerse casto y libertino, filósofo y mundano. El hortus conclusus tiene una larga tradición, emocional y también histórica. La piedra o la vegetación pueden cumplir por igual su cometido sugerente o narrativo: lo esencial en el jardín cerrado es que el ánimo trascienda el mero estilo. El Canopo de Adriano en Tivoli es un hortus conclusus perfecto, aunque habitado por animales de piedra. A los cuatro elementos canónicos que se requieren en el hortus (cerramiento, vegetación, agua y animales) hay quien añadió el laberinto. Cabárceno, a su modo, es un jardín cerrado clásico, un laberinto injertado de belleza. Hay un elefante solitario que medita junto a un árbol. En realidad son varios los elefantes que habitan en el parque de Cabárceno, pero quizá exista uno que ejerza como el guardián del resto. Exótico, distante en el jardín.
Bahía de Santander : Nuestras abuelas –en algún caso incluso nuestras madres- tenían manos milagrosas con que realizaban trabajos que hoy parecen imposibles, lo que se conocía como “labores”. Eran obras de paciencia, de vista fija durante horas en los lugares precisos de la tela donde dar la puntada exacta. De aquellas obras, que conocían nombres certeros –vainicas, bodoques, valencienne…- como los que sólo posee una lengua extraña, surgían también festones. En una vista aérea de Cantabria siempre hay un festón de nubes blancas que perfila una tela sorprendente en verdes y azules apenas verosímiles, también un estampado como de animal marino que extendiera sus tentáculos. Y bancos de arena, profundidades acuáticas, valles fértiles de hierba suave acariciada por la lluvia. Cantabria: tierra bordada, tierra de labores.
Monumento al Indiano. Peña Cabarga : El Parque Natural del Macizo de Peñacabarga se sitúa al sur de la Bahía de Santander. Allí se pueden ver esas formaciones geológicas cársticas rojizas tan características que provocan la lluvia, el suelo o los componentes del suelo al disolver las rocas calcáreas. Gerardo Diego llegó a comparar ese perfil de Peña Cabarga con un aria de Bach. Con el tiempo, se construyó en ese lugar un monumento al Indiano y a la Marina de esa entelequia que es hoy, en Cantabria, Castilla. Gerardo Diego se enfadó con ese “Pirulí”, llegó a detestarlo con firmeza, aunque no se puede negar que es un elemento característico de nuestra visión costera. En una extraña jugada del azar, una escultura sedente del poeta Diego en el Paseo de Reina Victoria, justo frente al contorno de la Sierra de la Gándara donde se asienta el Pirulí, posa su mirada caliza para siempre en el lugar que tanto ensalzó y tanto denostó.
Playa de El Camello e Isla de Mouro : Sobre una roca laminada por los años y las aguas, Neptuno otea el horizonte. Le faltan los brazos y su atributo mitológico esencial: el tridente. Desde que Ramón Muriedas situara al grácil Niño Neptuno en la roca, creo que hacia el año 79, varias veces se le robó el tridente que se le iba reponiendo, hasta que finalmente se le dejó sin brazos: tal vez porque sin brazos el tridente carece de sentido. Nuestro Neptuno de Milo corrió peor suerte que el camello feliz que le acompaña, mimado por la bajamar y celebrado en cercana placa de cerámica por una cita de Galdós. Cerca también, la Isla de Mouro, con frecuencia azotada espectacularmente por las olas, con su anacrónico faro, vestigio feliz del XIX, emite señales luminosas, guiños al amputado cuerpecillo del dios menor.
Playa de Liencres: Texturas rugosas, tierra cuarteada. Horizonte irregular por los caprichos de la espuma del mar. Bancos de nubes rosáceas que recuerdan el apodo que Homero empleaba para la Aurora y su presagio de dichas y desgracias. Explanadas de arena que se extienden trazando el sinuoso perfil de un continente. Las aguas apresadas entre los montículos de arena semejan espejos termales con islotes emergentes. No hay seres vivos a la vista, sólo colores perfectamente armonizados. Un lienzo telúrico trazado por la mano natural, como un fragmento arrancado a la mítica pangea de la que todo surgió. Arte atávico en la playa. Not for sale.