VEINTE AÑOS ES MUCHO

No es la primera vez que John Boynton Priestley visita, y en calidad de estreno, el Palacio de Festivales de Cantabria. Todavía se recuerda la programación no lejana de Llama un inspector, a cargo de Román Calleja, y ahora sobreviene esta nueva versión de El tiempo y los Conway, de la mano de Juan Carlos Pérez de la Fuente, en un texto adaptado por el poeta Luis Alberto de Cuenca y su esposa, Alicia Pérez Mariño.
Pristley es un autor que puede situarse ya entre los clásicos del XX, un autor cuya reputación se sustenta en unos textos moderadamente críticos con la burguesía europea de entreguerras sazonados con unos recursos estilísticos de cierta complejidad. En realidad, bien analizado, Priestley no es un autor que se pueda calificar de “extraordinario”, pero lo cierto es que sus obras se siguen representando con frecuencia y suelen ser del gusto del público. Es probable que su contextualización histórica –pues ese periodo de nuestro devenir es sin duda relevante y en cierto modo posee un atractivo morboso– añadida a los recursos ya mencionados de que hace alarde Priestley –por cierto, en general bien manejados– sumen tantos para lograr un éxito que quizás podría sorprender en nuestros días.
El tiempo y los Conway forma parte de una trilogía que Priestley dedicó a reflexionar sobre el paso del tiempo y sus estragos –en su lectura más obvia–, también a experimentar con él en cuanto recurso dinamizador de una acción que, sin embargo, sólo aparentemente es estática. Ese carácter experimental lo subraya el dramaturgo inglés al convertir la escena de sus obras en una suerte de “lente de Janssen” a plena disposición del público, donde éste puede observar las evoluciones un tanto tortuosas de unos personajes zarandeados por los años. La estructura de El tiempo y los Conway es circular y desarrollada en tres escalones: escena artificialmente feliz tras la PGM, escena conscientemente amarga veinte años más tarde, en los preludios de la SGM, y escena agridulce de retorno/continuidad al primer tiempo, con la inclusión de un elemento –uno de los personajes, la joven escritora Kay- que permanece espiritualmente en la escena dos y conoce el desenlace de los hechos aún por ocurrir.
Juan Carlos Pérez de la Fuente firma una concepción clásica y sencilla de la obra. El decorado consta de unos paneles que reproducen en blanco y negro las paredes de la acomodada mansión familiar. En lugar de espejos hay relojes opacos en los que los personajes se miran. En el cuadro segundo estos paneles se abaten parcialmente sobre la escena, evidenciando la ruina de la casa y las expectativas ya frustradas de los personajes. En el tercero se vuelve a la verticalidad, pero desempeña un papel importante la iluminación, acentuando la percepción del futuro venidero por parte de Kay. Los tres cuadros se introducen con la presencia de un velo escénico y un personaje que hace rodar ensoñadamente un maniquí.
En cuanto al trabajo de actores, destaca de manera muy marcada el desempeño de Luisa Martín como la Señora Conway, que además sabe oscilar entre dos edades y dos perspectivas en su caso muy subrayadas. Nuria Gallardo fue quizá la decepción de la noche, pues todos esperábamos más de ella; su papel, a diferencia del más lucido de Luisa Martín, es difícil, y necesita de más trabajo y profundización. En cuanto al resto del elenco (Alejandro Tous, Juan Díaz, Chusa Barbero, Débora Izaguirre, Ruth Salas, Román Sánchez y Toni Martínez), sobrados todos de entusiasmo, sin excepciones precisan de un hervor, o incluso dos; en el caso de Alba Alonso, sería aconsejable atemperar el histrionismo. Es de esperar que las piezas acaben por ajustar mejor en un montaje al que se augura aún mucho recorrido.