CORONACIÓN TRIUNFAL

La Coronación de Popea. Claudio Monteverdi.
Teatro Real. Madrid. Mayo 2010.

Dirección musical: William Christie.
Orquesta: Les Arts Florissants.

Dirección de escena, escenografía y figurines: Pier Luigi Pizzi.
Iluminación: Sergio Rossi.

REPARTO PRINCIPAL.
Poppea: Danielle de Niese. Nerone: Philippe Jaroussky. Ottavia: Anna Bonitatibus. Ottone: Max Emanuel Cencic. Seneca: Antonio Abete. Drusilla: Ana Quintans. Arnalta: Robert Burt. Fortuna/Palas/Venus: Claire Debono.

A lo largo de la segunda quincena de mayo ha tenido lugar en el Teatro Real la representación de La Coronación de Popea, ópera con la que se cierra la trilogía monteverdiana que, en coproducción con el teatro La Fenice de Venecia, viene representándose en el auditorio madrileño desde 2008 (primeramente fue el Orfeo, y ya en 2009 El Retorno de Ulises a la Patria) a cargo de William Christie y sus ya casi míticos Les Arts Florissants.
Todo elogio que se entone resulta insuficiente hacia un proyecto de estas características, llevado a cabo con una profesionalidad y gusto de todo punto exquisitos. Sabemos que en nuestros auditorios la música antigua, expulsada in illo tempore del Paraíso, tiene que ganarse el respeto con sudor, y no precisamente por ausencia de espléndidos intérpretes, sino porque el público no acaba de acercarse a la excelencia de un repertorio que deja en pañales tantos empalagos decimonónicos; unos empalagos que, por ende, pueblan incesantes, para saturación de nuestra paciencia y hastío de nuestros oídos, las programaciones patrias. Duro es que el enorme Monteverdi haya de verse en tales arduas y esperpénticas pruebas, pero en ello estamos. Y sin embargo, tan descomunal es el maestro de Cremona y tan delicioso ha sido el abordaje del proyecto en todas sus etapas por parte de Christie que hasta los más recalcitrantes belcantistas han tenido que hincarse de hinojos ante la evidencia. En este caso, las tres horas y media de la Coronación se pasaron en un suspiro y los aplausos resonaron en el Teatro Real de forma unánime. No era para menos.
En esta tercera entrega, un elenco de lujo se encargó de poner las cosas en su sitio. Obviaremos aquí, porque no es el lugar, las complejas consideraciones acerca de la autoría musical y asimismo del libreto de la Coronación (diferentes representaciones, versiones del texto, etc.). Lo cierto es que en esta Popea se ha reunido a varias de las mejores voces posibles para este repertorio. Sobre todos los cantantes en escena es obñigado destacar la gran labor de Philippe Jaroussky en el papel del Nerone, lo mismo a nivel dramático que vocal. El contratenor francés hizo gala de un volumen envidiable en su tesitura y un timbre ciertamente grato; su bien conocida capacidad en las agilidades volvió a confirmarse una vez más en una noche especialmente inspirada, a pesar de requerirse de él un esfuerzo notable. Por lo demás, el propio físico frágil y hermoso del cantante resulta específicamente apto para el desempeño de un personaje ambiguo que oscila entre la puerilidad y la perversidad, entre la homosexualidad y la ternura hetero-maternal; Jaroussky es consciente de esta circunstancia y le extrae el máximo jugo posible, en una interpretación entregada y quizá algo hiperbólica, pero en todo caso verosímil, de un emperador ingenuamente depravado que le sienta como anillo al dedo. Danielle de Niese encarna también visualmente una excelente Poppea, exuberante y por ello convincente, basculando a su vez entre la inocencia y la ambición; no es, además, la primera vez que la soprano desempeña este papel, de manera que lo tiene perfectamente asimilado. La australiana, por añadidura, es un animal escénico que en cuanto aparece anula cuanto está a su alrededor. De su capacidad vocal no cabe decir sino que corre pareja con su aspecto: Niese es resultona, despliega volumen y maneja recursos... aunque su timbre no es particularmente bello, elude astutamente las dificultades de la partitura y carece de elegancia interpretativa; pero en conjunto cumple, y con poderío. Por lo demás, hay que ser justos y reconocer que en el maravilloso dúo final de la ópera, Jaroussky y Niese se marcaron un “Pur ti miro” deslumbrante, delicadamente empastado, emotivo, vibrante. Anna Bonitatibus como Ottavia demostró buen gusto y pleno dominio de sus capacidades: una voz hermosa, una exquisita coloratura, una proyección magnífica. Su presencia fue solemne y su interpretación dignamente contenida, como correspondía a su papel; el “Addio a Roma” de la mezzo italiana constituyó uno de los momentos culminantes, casi etéreos, de la noche. Como Ottone se presentó el contratenor Max Emanuel Cencic. Menos virtuoso que su compañero de cuerda, el croata en cambio nos regaló una voz con una calidez extraordinaria, técnicamente impecable, y una elegancia suma en el fraseo. Sin embargo, se le echó en falta la exhibición de una expresividad más honda, y asimismo en lo dramático se quedó más bien escaso, aunque también es cierto que el rol de Ottone tiene pasajes un poco relamidos con los que bregar no es fácil. El Séneca de Antonio Abete no estuvo a la altura deseada; exhibió un timbre sin bruñir y resultó irregular, con algunos momentos buenos que se alternaron con otros de notable dificultad en la emisión y extensión muy limitada. En cambio, fue de sumo agrado la Drusilla de Ana Quintans, pizpireta y ágil en lo vocal, y versátil en su dramatismo. Por último, la robusta Arnalta, interpretada por el tenor Robert Burt, fue eminentemente teatral, dada la naturaleza y singular enfoque, un tanto histriónico y semitravestido, de su papel, pero su sinceridad interpretativa pareció comprometida y convincente.
Al igual que en los “monteverdis” anteriores, esta Coronación contó con el trabajo escenográfico del milanés Pier Luigi Pizzi, que en este caso se decantó por dar más importancia a lo musical y a lo estrictamente teatral en detrimento de coreografías y aderezos varios. Algo que siempre es de agradecer, cansados como estamos de las arbitrariedades a que los directores escénicos suelen someter la obra de los compositores, que quedan de ese modo reducidos al mero papel de comparsas. Pizzi ofreció una escenografía sencilla, con una iconografía fácilmente identificable en el contexto de la obra: columnas, mármol, olivos… y una iluminación bastante sobria. En su demérito hay que apuntar que el montaje no resultó especialmente imaginativo, dinámico, memorable ni eficaz: la distribución de columnatas en dos pisos no aportaba nada al desarrollo escénico y su giro constante se podía haber resuelto probablemente con un único peristilo y una iluminación más atrevida. Más juego dieron algunos efectos logrados con espejos y asimismo el vestuario, en algunos casos fastuoso (muy en especial el de Nerone). Por lo demás, debe destacarse el subrayado de ciertos aspectos escabrosos apenas insinuados en el libreto de la ópera, como la escena homosexual entre Nerone y Lucano o la sensual proximidad en los encuentros entre Nerone y Poppea; aspectos que redundaron en un atractivo aún mayor, si cabe, de la obra, y que, lejos de parecer chabacanos, se antojaron actuales y frescos. El toque tragicómico de Arnalta, a medio camino entre el marimacho, la celestina y la filósofa en la linde de la vida, fue también un acierto que potenció el gracejo y calado de ciertos pasajes de la ópera.
Junto a los magníficos cantantes, los otros indiscutibles protagonistas de la noche fueron William Christie y Les Arts Florissants, que dieron una auténtica lección interpretativa de la partitura monteverdiana. No en foso sino al ras del patio de butacas, proporcionando con ello el añadido placer de la contemplación de los instrumentos de época, estuvieron los músicos atentos a los matices (que en el maestro italiano son muchos), con un sonido brillante y lustroso y una afinación de quitar el sentido, a las órdenes de un Christie magnífico desde el continuo; una vez más, todo fue acierto y talento en una agrupación que lleva derrochando magisterio ya desde hace muchos años.
En resumen, una Coronación muy disfrutable, con momentos deslumbrantes, que no dejó impasible a nadie y que supuso un espléndido cierre de un proyecto ejemplar en concepción y realización. Esperemos que la fiebre venturosa de la música antigua y del Barroco no decaiga en el Real.