WELLES O POU: COMO ANILLO AL DEDO

La figura de Orson Welles siempre ha sido carismática entre las más carismáticas del cine, por la excentricidad y al tiempo solidez de un director que supo hacer de la anécdota materia de calidad, de la calidad excusa de rebeldía y de la rebeldía bandera de autenticidad.
Algunas de las facetas de esa percepción colectiva son las que Richard France ha querido rescatar en un texto –Su seguro servidor, Orson Welles, fórmula con la que el locutor y cineasta de Wisconsin remataba sus intervenciones radiofónicas– que se mueve entre la cinefilia, el homenaje y un teatro con conexiones estéticas próximas a lo cinematográfico; un montaje que se ha estrenado en Santander en este fin de semana en la Sala Pereda del Palacio de Festivales de Cantabria, aunque la obra –bajo la dirección de Esteve Riambau– ya lleva circulando por los escenarios españoles desde el año 2008.
En realidad, lo que France presenta es un monólogo en el que Welles hace repaso de su vida en una etapa ya crepuscular, lo mismo vital que laboral, mientras sueña con subirse al último tren, ya perdido, de la gloria: un contrato con Spielberg que le subvencione Don Quijote, una película no nata por la precariedad económica de su creador. Como en un círculo viciado a priori, Welles se nos aparece de nuevo en la radio, en una suerte de retorno a sus comienzos, si bien comprometido con una labor muy poco digna, meramente alimenticia: la de la grabación de absurdos mensajes publicitarios, tan distantes de las firmes arengas con que desde los micrófonos desataba pasiones de índole política o hacía estremecer a miles de personas con la supuesta invasión de unos extraterrestres. Richard France, pues, retoma circunstancias del director bien conocidas por cualquier aficionado medio al cine –el significado de la mágica palabra “Rosebud”, su relación con Rita Hayworth, su verdadero nombre de pila, sus problemas en el tiempo de la “caza de brujas”…- y con ellas elabora un texto amable y atinado aunque sin grandes alardes dramatúrgicos.
Ante semejante receta, es evidente que se necesita un actor de primer orden, un caballo ganador que sea capaz de sacar adelante una apuesta que no puede permitirse un solo error, a riesgo de quedar disminuida. Y lo cierto es que ese caballo ganador no podía llevar otro nombre que no fuera el de José María Pou. Porque el ya veterano actor barcelonés no sólo cuenta con su tablas y su indiscutible buen hacer, sino que se mete en la piel de Orson Welles, incluso en su propia caracterización física y vocal, con una verosimilitud apabullante. El resultado es un trabajo excelente, casi diría que previsiblemente excelente, en el que el actor se desenvuelve con magnífica soltura dentro de un papel que le viene como anillo al dedo.
Para que el monólogo no devenga un monólogo absoluto, se ha incluido un artificio que pretende por instantes descargar la tensión dramática de Welles-Pou, introduciendo un contrapunto moderno que resulta a la vez un tanto extemporáneo: el personaje de Mel, un mezclador de sonido, un técnico, que devuelve desde su panel de control a la voz ya cascada de Welles remedos de su antiguo esplendor. No obstante, las intervenciones de este joven personaje –veinteañero que no sabe atisbar entre las ruinas la magnitud del personaje que, aun en su ocaso, se debate ante él– carecen de la fuerza suficiente como para crear un puente dialógico de mediana consistencia. Tampoco ayuda demasiado la interpretación de Javier Beltrán, que se queda en los estrictos límites de lo aceptable, y ello cuando no roza la estridencia.
La obra juega con los contrastes de luz como baza simbólica entre el pasado y el presente, entre lo onírico y lo real, y con la reproducción de bochornosas y cómicas cuñas publicitarias para ilustrar la decadencia no tan cómica del dios del celuloide. En definitiva, se trata de un montaje sencillo en el que, sobre todo, se agradece la extraordinaria implicación, por no decir complicidad, de un actor que, por momentos a lo largo de hora y media, tal vez llega a intuir que nada de lo que en escena acontece le es ajeno.