La grata alternativa de música y teatro que suele constituir la programación de “Las Noches del Bonifaz”, desarrollada en el marco de la Filmoteca de Cantabria, ha iniciado una nueva temporada en este martes, y ciertamente con buen pie. La Omisión de la Familia Coleman es un espectáculo teatral que, a pesar de llevar ya un largo camino recorrido –fue estrenado en 2005 y ha cosechado desde entonces varios premios– permanece aún como una opción no sólo rescatable, sino incluso sobradamente disfrutable. La razón: probablemente un sencillo pero eficaz planteamiento de delirios sin tiempo que encuentran no obstante en este tiempo convulso y desestructurado su más adecuado calendario.
En un salón doméstico sin mayores pretensiones van entrando personajes variopintos entre los que paulatinamente se va intuyendo la relación. Un hombre joven que llega ebrio a la casa. Otro hombre joven con un discurso inconexo que planta cara al anterior. Una mujer joven y malhumorada demasiado ocupada y circunspecta para su edad. Una mujer con un aspecto un tanto inquietante de madura prematura, tal vez de inmadura perpetua, que ejerce para nuestro asombro el papel de madre de los tres (con distintos apellidos, dicho sea de paso). Una anciana deslenguada y ligeramente procaz en torno a la que giran los cuatro mencionados. Por si estos no fueran suficientes, aparece una hija pródiga –pródiga sobre todo en dineros– que realiza visita de cortesía para acallar su conciencia maltrecha por haberse desvinculado de los degradados lazos familiares. En resumen, La Omisión de la Familia Coleman es un catálogo que incluye perfectamente pormenorizado lo que habitualmente solemos llamar “lo mejor de cada casa”, y que bien podrían ser los especímenes que se reúnen una vez al año en torno a una plácida y perversa cena navideña.
Entre la oligofrenia, el rencor, el desapego y la desidia de estos personajes zarandeados por su propia vida se instala, sin embargo, la mayor de las tragedias: el silencio, la “omisión” que pesa sobre ellos como la losa sobre un cuerpo que se enterrara aún palpitante. Un silencio que lleva al caos y a la violencia, también al rechazo del mundo, ejercido desde una voluntaria instalación en la locura a modo de tácita rebelión. En este sentido, ‘La Omisión de la Familia Coleman’ bien podría funcionar como trasunto no ya de una familia tomada al azar, sino de un género –el humano- que ha perdido su identidad y hasta una parte importante de su dignidad en el decurso de la Historia a fuerza de acallar su voz.
Claudio Tolcachir sabe plasmar en su obra estas contradicciones íntimas y no tan íntimas, con un resultado que, también, depende en buena medida del buen hacer y decir de los actores de la Compañía Timbre 4, por cuanto una dosis importante de su propia aportación improvisada se ha añadido al texto. El resultado: una acción vertiginosa y plena de ingenio al servicio de una serie de tragedias particulares desmenuzadas con una ternura no exenta de acidez y, por momentos, cierta melancolía. Tolcachir además de autor es excelente director, y bien que lo demuestra en esta tragicomedia donde cada quien está exactamente en cada momento donde y como debe estar; y ello en un ambiente que destaca por su simplicidad de recursos, con tan sólo dos planos escénicos principales (un salón destartalado y una cama de hospital) y el uso de la oscuridad para sacar a los personajes de la obra. En el solvente elenco hay que subrayar en especial el carácter de Memé, la madre turbia y casquivana, muelle y chantajista, torpe y avispada, que es desempeñado por una Miriam Odorico verdaderamente inspirada. A muy corta distancia la siguen con mérito Lautaro Perotti como el visionario retrasado Marito, que entre boutade y boutade escupe verdades como puños, y la espontánea Araceli Dvoskin como abuela que es al tiempo gozne que articula y da sentido al sinsentido familiar. Muy correctos el resto de actores (Diego Faturos, Tamara Kiper, Jorge Castaño) con el único lunar de una descafeinada Inda Lavalle en el papel de Verónica (la hija adinerada y disidente), a pesar de su relevante intervención en la obra.
La Omisión de la Familia Coleman, entonces, sugiere desde la frescura y una sólo aparente trivialidad un ejercicio de reflexión sobre los sentimientos y su pública exposición o sustracción, también sobre todo lo que sin expresarse puede llegar a trazar un mapa de territorios no habitables por vedados. Todo ello desde una butaca que, cuando la luz se enciende, se abandona con una sonrisa a la que no es ajena la inquietud.
En un salón doméstico sin mayores pretensiones van entrando personajes variopintos entre los que paulatinamente se va intuyendo la relación. Un hombre joven que llega ebrio a la casa. Otro hombre joven con un discurso inconexo que planta cara al anterior. Una mujer joven y malhumorada demasiado ocupada y circunspecta para su edad. Una mujer con un aspecto un tanto inquietante de madura prematura, tal vez de inmadura perpetua, que ejerce para nuestro asombro el papel de madre de los tres (con distintos apellidos, dicho sea de paso). Una anciana deslenguada y ligeramente procaz en torno a la que giran los cuatro mencionados. Por si estos no fueran suficientes, aparece una hija pródiga –pródiga sobre todo en dineros– que realiza visita de cortesía para acallar su conciencia maltrecha por haberse desvinculado de los degradados lazos familiares. En resumen, La Omisión de la Familia Coleman es un catálogo que incluye perfectamente pormenorizado lo que habitualmente solemos llamar “lo mejor de cada casa”, y que bien podrían ser los especímenes que se reúnen una vez al año en torno a una plácida y perversa cena navideña.
Entre la oligofrenia, el rencor, el desapego y la desidia de estos personajes zarandeados por su propia vida se instala, sin embargo, la mayor de las tragedias: el silencio, la “omisión” que pesa sobre ellos como la losa sobre un cuerpo que se enterrara aún palpitante. Un silencio que lleva al caos y a la violencia, también al rechazo del mundo, ejercido desde una voluntaria instalación en la locura a modo de tácita rebelión. En este sentido, ‘La Omisión de la Familia Coleman’ bien podría funcionar como trasunto no ya de una familia tomada al azar, sino de un género –el humano- que ha perdido su identidad y hasta una parte importante de su dignidad en el decurso de la Historia a fuerza de acallar su voz.
Claudio Tolcachir sabe plasmar en su obra estas contradicciones íntimas y no tan íntimas, con un resultado que, también, depende en buena medida del buen hacer y decir de los actores de la Compañía Timbre 4, por cuanto una dosis importante de su propia aportación improvisada se ha añadido al texto. El resultado: una acción vertiginosa y plena de ingenio al servicio de una serie de tragedias particulares desmenuzadas con una ternura no exenta de acidez y, por momentos, cierta melancolía. Tolcachir además de autor es excelente director, y bien que lo demuestra en esta tragicomedia donde cada quien está exactamente en cada momento donde y como debe estar; y ello en un ambiente que destaca por su simplicidad de recursos, con tan sólo dos planos escénicos principales (un salón destartalado y una cama de hospital) y el uso de la oscuridad para sacar a los personajes de la obra. En el solvente elenco hay que subrayar en especial el carácter de Memé, la madre turbia y casquivana, muelle y chantajista, torpe y avispada, que es desempeñado por una Miriam Odorico verdaderamente inspirada. A muy corta distancia la siguen con mérito Lautaro Perotti como el visionario retrasado Marito, que entre boutade y boutade escupe verdades como puños, y la espontánea Araceli Dvoskin como abuela que es al tiempo gozne que articula y da sentido al sinsentido familiar. Muy correctos el resto de actores (Diego Faturos, Tamara Kiper, Jorge Castaño) con el único lunar de una descafeinada Inda Lavalle en el papel de Verónica (la hija adinerada y disidente), a pesar de su relevante intervención en la obra.
La Omisión de la Familia Coleman, entonces, sugiere desde la frescura y una sólo aparente trivialidad un ejercicio de reflexión sobre los sentimientos y su pública exposición o sustracción, también sobre todo lo que sin expresarse puede llegar a trazar un mapa de territorios no habitables por vedados. Todo ello desde una butaca que, cuando la luz se enciende, se abandona con una sonrisa a la que no es ajena la inquietud.