Poco puede decirse del dramaturgo Alan Bennet que no nos hayan dicho ya sus obras, ya teatrales, en unos casos, ya cinematográficas, en otros. Bennet es un escritor de talento, que además ha sabido, gracias ello, moverse con éxito y reconocimiento entre las exigencias de las tablas y las del celuloide. La fórmula empleada: textos trabajados, referencias culturales integradas en la trama sin incurrir en pedantería, dinamismo en la acción, apelación a episodios fascinantes de la Historia, estética y ética aderezadas con una pizca de ternura. Un buen ejemplo de esta fórmula lo encontramos, sin ir más lejos, en la amable y “oscarizada” película La locura del Rey Jorge III de Nicholas Hytner, con guión adaptado para el cine por el propio Alan Bennet a partir de su obra homónima.
Los chicos de Historia –título no demasiado afortunado, todo hay que decirlo, y que es traslación directa del inglés original– retoma con acierto estos ingredientes ya citados para condimentar un guiso de grato sabor, brillante por momentos y con guiños evidentemente –tal vez demasiado evidentemente– cinematográficos. Y es que, por duración y desarrollo de la acción, parece que Bennet hubiera escrito en 2004 Los chicos de Historia pensando más en la gran pantalla que en un humilde escenario de teatro. Cosas de la ineludible seducción del star-system.
No obstante lo apuntado, Los chicos de Historia es, en líneas generales, una muy buena obra, y lo es específicamente el montaje que José María Pou (director del asunto y responsable de la traducción del texto) ha traído hasta la Sala Pereda del Palacio de Festivales de Cantabria en este fin de semana. Con lejanos ecos de la también aclamada cinta de Peter Weir El club de los poetas muertos, en Los chicos de Historia se tratan temas clásicos que, sin embargo, no por serlo carecen de interés: la importancia crucial del tránsito de la juventud a la madurez, los ritos de paso que ese tránsito conlleva (descubrimiento de la sexualidad, de las dimensiones de la realidad, de la competitividad, del sentido de la amistad), el influjo de la educación en el desarrollo vital de la persona, el empleo de la cultura como alimento del alma o su prostitución como recurso meramente decorativo. Todos estos temas van desgranándose entre las paredes de un colegio masculino localizado en una ciudad británica de los años 80, a través de las personalidades muy marcadas de ocho alumnos, dos profesores (Héctor e Irwin, Literatura e Historia) cuyos métodos se enfrentan abiertamente (aunque terminará por descubrirse que no son sino cara y cruz de la misma moneda) y otro par de personajes añadidos (una profesora con un feminismo un tanto cómico y trasnochado y un director de centro corto de miras y anclado en el Pleistoceno). Héctor, a la manera de un Sócrates del siglo XX, ha generado con sus alumnos lazos estrechos –en ocasiones demasiado estrechos– en el intento de inculcarles, a través de la cultura, un cuestionamiento del orden cotidiano. Irwin, por el contrario, a modo de Gorgias pretencioso, encarna la perversión del discurso, la utilización y sometimiento de la verdad para satisfacer los propios fines (no puede uno dejar de pensar en la similitud fonética con David Irving, el “historiador” británico que negó la existencia del Holocausto, un hecho histórico que también Irwin subvierte). Con el correr de los acontecimientos, las cosas acaban como tienen que acabar: Héctor-Sócrates termina condenado por corromper a la juventud e Irwin-Gorgias ocupando un puesto en el Gobierno. Entre estos dos extremos de una idéntica cuerda basculan los ocho cachorros, un tanto estereotipados (el guapo triunfador, el judío homosexual…) que, sin embargo, van adquiriendo matices a lo largo de la obra y, al igual que sus profesores, son salvados por Bennet de caer en la predictibilidad absoluta.
La acción transcurre con ritmo trepidante, cuajada de diálogos inteligentes, entre citas de Wittgenstein, Auden, Shakespeare, Whitman… e intervenciones musicales, cantadas (Gaudeamus igitur, La vie en rose, It’s a sin, Bye bye blackbird…) o al piano (Bergamasque, Mondschein…), y representaciones de clásicos del cine que funcionan como agridulce traducción del mundo de los sueños. Desgraciadamente, hoy día cuesta imaginarse a chicos de 17 años tan bien preparados; esto es lo único que nos puede alejar de la credibilidad del planteamiento de Bennet y llegar a percibirlo en cambio como un entorno anacrónico.
José María Pou, emotivo y sobrio a la vez, hace un trabajo espléndido y muy subrayado de principio a fin en este montaje, a pesar del carácter eminentemente coral de la obra, que sobrellevan con suma gracia y soltura los ocho jóvenes pero completísimos actores (también cantantes, bailarines e instrumentistas) que encarnan a los alumnos. El resto de intérpretes confirman la calidad de una propuesta muy bien resuelta a pesar de su complejidad técnica y de contenidos, y a la que únicamente cabe reprochar su excesiva duración (con treinta minutos menos el resultado sería tan bueno o mejor) y un final un poco relamido (la proyección gigante de la imagen de Héctor-Pou, el planto por el difunto y el epílogo bien podrían evitarse), factores ambos que reinciden en las pretensiones cinematográficas de la obra que ya se han comentado, aun sin mermar su mérito en conjunto.
En suma, Los chicos de Historia sugiere un interesante reto intelectual que lleva vigente más de dos mil años, desde las calles austeras de la Atenas del áureo siglo V hasta cualquier urbe global de nuestras días. Y lo hace con recursos variados y plausibles. Elementos todos ellos que favorecen el disfrute de una buena tarde de teatro… e incluso una conversación de altura posterior. ¿Quién da más?
Los chicos de Historia –título no demasiado afortunado, todo hay que decirlo, y que es traslación directa del inglés original– retoma con acierto estos ingredientes ya citados para condimentar un guiso de grato sabor, brillante por momentos y con guiños evidentemente –tal vez demasiado evidentemente– cinematográficos. Y es que, por duración y desarrollo de la acción, parece que Bennet hubiera escrito en 2004 Los chicos de Historia pensando más en la gran pantalla que en un humilde escenario de teatro. Cosas de la ineludible seducción del star-system.
No obstante lo apuntado, Los chicos de Historia es, en líneas generales, una muy buena obra, y lo es específicamente el montaje que José María Pou (director del asunto y responsable de la traducción del texto) ha traído hasta la Sala Pereda del Palacio de Festivales de Cantabria en este fin de semana. Con lejanos ecos de la también aclamada cinta de Peter Weir El club de los poetas muertos, en Los chicos de Historia se tratan temas clásicos que, sin embargo, no por serlo carecen de interés: la importancia crucial del tránsito de la juventud a la madurez, los ritos de paso que ese tránsito conlleva (descubrimiento de la sexualidad, de las dimensiones de la realidad, de la competitividad, del sentido de la amistad), el influjo de la educación en el desarrollo vital de la persona, el empleo de la cultura como alimento del alma o su prostitución como recurso meramente decorativo. Todos estos temas van desgranándose entre las paredes de un colegio masculino localizado en una ciudad británica de los años 80, a través de las personalidades muy marcadas de ocho alumnos, dos profesores (Héctor e Irwin, Literatura e Historia) cuyos métodos se enfrentan abiertamente (aunque terminará por descubrirse que no son sino cara y cruz de la misma moneda) y otro par de personajes añadidos (una profesora con un feminismo un tanto cómico y trasnochado y un director de centro corto de miras y anclado en el Pleistoceno). Héctor, a la manera de un Sócrates del siglo XX, ha generado con sus alumnos lazos estrechos –en ocasiones demasiado estrechos– en el intento de inculcarles, a través de la cultura, un cuestionamiento del orden cotidiano. Irwin, por el contrario, a modo de Gorgias pretencioso, encarna la perversión del discurso, la utilización y sometimiento de la verdad para satisfacer los propios fines (no puede uno dejar de pensar en la similitud fonética con David Irving, el “historiador” británico que negó la existencia del Holocausto, un hecho histórico que también Irwin subvierte). Con el correr de los acontecimientos, las cosas acaban como tienen que acabar: Héctor-Sócrates termina condenado por corromper a la juventud e Irwin-Gorgias ocupando un puesto en el Gobierno. Entre estos dos extremos de una idéntica cuerda basculan los ocho cachorros, un tanto estereotipados (el guapo triunfador, el judío homosexual…) que, sin embargo, van adquiriendo matices a lo largo de la obra y, al igual que sus profesores, son salvados por Bennet de caer en la predictibilidad absoluta.
La acción transcurre con ritmo trepidante, cuajada de diálogos inteligentes, entre citas de Wittgenstein, Auden, Shakespeare, Whitman… e intervenciones musicales, cantadas (Gaudeamus igitur, La vie en rose, It’s a sin, Bye bye blackbird…) o al piano (Bergamasque, Mondschein…), y representaciones de clásicos del cine que funcionan como agridulce traducción del mundo de los sueños. Desgraciadamente, hoy día cuesta imaginarse a chicos de 17 años tan bien preparados; esto es lo único que nos puede alejar de la credibilidad del planteamiento de Bennet y llegar a percibirlo en cambio como un entorno anacrónico.
José María Pou, emotivo y sobrio a la vez, hace un trabajo espléndido y muy subrayado de principio a fin en este montaje, a pesar del carácter eminentemente coral de la obra, que sobrellevan con suma gracia y soltura los ocho jóvenes pero completísimos actores (también cantantes, bailarines e instrumentistas) que encarnan a los alumnos. El resto de intérpretes confirman la calidad de una propuesta muy bien resuelta a pesar de su complejidad técnica y de contenidos, y a la que únicamente cabe reprochar su excesiva duración (con treinta minutos menos el resultado sería tan bueno o mejor) y un final un poco relamido (la proyección gigante de la imagen de Héctor-Pou, el planto por el difunto y el epílogo bien podrían evitarse), factores ambos que reinciden en las pretensiones cinematográficas de la obra que ya se han comentado, aun sin mermar su mérito en conjunto.
En suma, Los chicos de Historia sugiere un interesante reto intelectual que lleva vigente más de dos mil años, desde las calles austeras de la Atenas del áureo siglo V hasta cualquier urbe global de nuestras días. Y lo hace con recursos variados y plausibles. Elementos todos ellos que favorecen el disfrute de una buena tarde de teatro… e incluso una conversación de altura posterior. ¿Quién da más?