Dentro de la LXII Temporada de Ópera en el Teatro Campoamor de Oviedo, y a modo de cierre de la programación de 2009, tuvimos oportunidad de contemplar un título realmente excepcional: un Ariodante de Haendel –inspirado en los cantos IV a VI del Orlando Furioso de Ariosto–, que es probable que tardemos mucho en ver nuevamente por estos hispánicos pagos, muy poco aficionados a la música barroca. La única fortuna de las efemérides, celebraciones y evocaciones varias es que rescatan, siquiera pendularmente, la memoria de autores y obras que de otro modo quedarían relegados en las programaciones habituales. En el caso de las producciones operísticas, no vamos a descubrir la rueda si afirmamos que los escenarios están literalmente invadidos por los montajes decimonónicos –ya empieza a empacharnos, todo hay que decirlo, tanto Bellini, Puccini, Donizetti, Verdi y adláteres–, aunque se detecta una atención creciente –laus Deo– hacia la ópera contemporánea. Es de lamentar que en este panorama la ópera barroca siga siendo la gran marginada, en especial en nuestro país, tan precario en formación musical, con lo que el centenario del fallecimiento de Haendel ha constituido sin duda una ocasión gozosa de recuperar la puesta en escena de varias de las óperas realmente fundamentales de la Historia de la Música. En el caso de Oviedo, se ha conmemorado adecuadamente el recuerdo del Caro Sajón con una Alcina, vista en septiembre, y este Ariodante que ahora reseñamos.
Así pues, excepcional la programación de semejante título… que no obstante se desarrolló entre luces y sombras (aunque, en honor a la verdad, hubo más de las primeras que de las segundas). En realidad, ya conocíamos, por editado en los 90 en DVD, un Ariodante con escenografía de David Alden, si bien se constatan diferencias entre ambos montajes. No vamos a decir nada que no se sepa acerca de la preeminencia del director escénico en los montajes operísticos, hasta el punto de que una ópera, que estrictamente debería apreciarse por su contenido musical, casi puede gustarnos o no en función de su puesta en escena. Este aspecto se acentúa probablemente en el caso de las óperas barrocas, hacia cuya particular atmósfera se detecta en general una elevada falta de respeto, sazonada en no pocas ocasiones con altas dosis de desconocimiento. En el caso de Alden, hay bellos aciertos y algunos errores. Deben alabarse la belleza de algunos cuadros (por ejemplo, el mar manivelado del acto tercero, de inspiración dieciochesca, resultó encantador) y el dinamismo escénico, buscado esencialmente por tres vías: cambios frecuentes de decorado o ambiente; habilitación de un vano al fondo, a modo de ventana que actuaba como segundo escenario y a la vez como espacio para los sueños, evocaciones y deseos de los personajes; y la incorporación de un afortunado cuerpo de baile. También se solucionaron con suma sencillez pero efectividad al tiempo las transiciones entre escenas, mediante una suerte de velo que ocultaba los cambios y resaltaba el aria o el dúo de turno entre los caracteres correspondientes. La combinación de la mencionada “ventana” y la danza produce un resultado realmente hermoso en el final del segundo acto, cuando Ginevra, acusada de liviana, queda abatida y ensoñada en un escenario oscurecido y de su cabeza empiezan a emanar imágenes funestas –pecaminosas, incestuosas incluso– que acaban cuajando en un baile siniestro muy bien planteado, con sórdidos personajes que se arrojan manzanas rojas que en su interior están podridas; en el furor diabólico de la danza, una mujer –trasunto de Ginevra– es desnudada íntegramente en escena y arrojada por las sombras a una piscina llena de agua, en una acción cruel que oscila entre la purificación forzosa o la inmersión absoluta en el pecado…
Como elementos poco favorables, pueden apuntarse el planteamiento un tanto tosco del primer acto, con unos feos mármoles de cartón piedra, que vuelven a tener presencia en el tercer acto. Acto final que, dicho sea de paso, se desarrolló con poca imaginación, con una Ginevra atada y torturada mientras el resto de personajes celebraban el resplandor de la verdad y una alegría de la que la heroína estaba inexplicable y físicamente apartada. La dirección de actores –en este caso de cantantes– fue defectuosa en varios de los cuadros, con personajes estáticos en múltiples pasajes, frente a escenas inútilmente acrobáticas que obligaban a los cantantes a emitir en posturas incómodas y absurdas (boca abajo, con la cabeza colgando, deslizándose por una superficie resbaladiza y peligrosa, arrastrándose por el suelo…). En líneas generales, se percibe en todo el montaje la apelación a una complejidad innecesaria: a las dificultades ya señaladas cabe añadir la trapécica bóveda descendente del segundo acto, los problemas evidentes de los cantantes para descender a las tablas desde la ventana… La ópera barroca es compleja, ciertamente, pero por otras circunstancias, de códigos y estilo, que son las que no suelen afrontar los directores de escena.
En última instancia, pues, puede acusarse a toda la producción de escaso “barroquismo”. Algo que no sólo debe achacarse a los elementos escénicos, y que tuvo repercusiones en lo musical… aunque menos de las esperables. Me explico. En principio, y como antes sugería, no deja de ser un despropósito que se planteen títulos historicistas sin la adopción de los medios historicistas apropiados. O lo que es lo mismo: carece de sentido ofrecer un Haendel interpretado por una orquesta con instrumentos modernos. En muchos auditorios sigue existiendo miedo a encarar la música antigua en su auténtico sabor, en el pensamiento de que el público se va a aburrir. Nada más incierto. Como prueba bien reciente, el magnífico montaje de la Partenope de Vinci que viene representándose, con auténtico “lujo barroco”, en varios teatros españoles, y con éxito más que notable. Hay que decir, sin embargo, que lo que ocurrió en el Campoamor fue en cierto modo un mal menor. En ello sin duda tuvo algo que ver la indiscutible personalidad del director circunstancial de la OSPA, Andrea Marcon. El de Treviso fue capaz de despojar a la orquesta asturiana de todo lo sobrante, presentándola en una faceta camerística apenas imaginable y logrando un resultado excepcional, rico en matices y fraseo. Dignísima intervención, pues, de la OSPA, que dio de sí todo lo mejor, hasta extremos impensables a priori.
A nivel vocal hubo un peu de tout. Verónica Cangemi como Ginevra tuvo un inicio demoledor que no presagiaba nada bueno: destemplada, desorientada, encasquillada… realmente irreconocible. Sin embargo, en su descargo hay que decir que fue calentando su instrumento hasta el punto de convertirse en la gran protagonista de la noche. Su “Il mio crudel martoro” en el segundo acto fue realmente estremecedor y delicado, y lo mismo cabe decir de su “Sì, morrò” o de su dúo final con Ariodante, “Bramo aver mille vite”, en que ambos exhibieron bellas cadencias y coloratura. La mezzo inglesa Alice Coote en su papel de Ariodante fue muy aplaudida, a pesar de que no brilló precisamente en sus arias estelares, las muy difíciles “Scherza infida” y “Dopo notte, atra e funesta”, en las que pasó algunos apuros de aliento, en particular en la primera, mostrándose más pródiga en expresividad que en técnica. No obstante, Coote se mantuvo bastante regular y entregada a lo largo de toda la representación, haciendo gala en general de unos recursos sólidos y un serio esfuerzo por dotar de alma sus intervenciones. El Polinesso de Marina Rodríguez-Cusí, por el contrario, fue irregular y de un timbre no precisamente bello; a pesar de lo cual debe subrayarse su trabajo de las ornamentaciones, unas más apreciables que otras, y que en ocasiones la fatigaban, pero que al mismo tiempo aportaban frescura a sus apariciones, como en el caso de su “Se l’inganno sortisce felice” del segundo acto. La Dalinda de Sarah Tynan resultó ágil y muy lírica, aunque se echa en falta mayor cuerpo en su voz; una “secundaria” de buen nivel que además demostró ser una pizpireta actriz. El Rey del muy joven barítono Joan Martín Royo dejó bien claro que cuenta con una buena materia prima, aunque debe trabajar más la expresividad, lo mismo vocal que corporal. Por último, Paul Nilon en su rol de Lurcanio, en la misma línea que Dalinda, fue un Lucarnio correcto en su breve desempeño.
En definitiva, una sesión en que Haendel fue festejado y disfrutado, a pesar de algunas mejoras que pudieron haberse introducido en un montaje que cuenta ya con el recorrido suficiente para ello. No obstante, es menester dar la enhorabuena al Teatro Campoamor y a la Asociación Asturiana de Amigos de la Ópera por romper una lanza por la ópera barroca en su programación. Esperemos que ese loable impulso no se detenga.
Así pues, excepcional la programación de semejante título… que no obstante se desarrolló entre luces y sombras (aunque, en honor a la verdad, hubo más de las primeras que de las segundas). En realidad, ya conocíamos, por editado en los 90 en DVD, un Ariodante con escenografía de David Alden, si bien se constatan diferencias entre ambos montajes. No vamos a decir nada que no se sepa acerca de la preeminencia del director escénico en los montajes operísticos, hasta el punto de que una ópera, que estrictamente debería apreciarse por su contenido musical, casi puede gustarnos o no en función de su puesta en escena. Este aspecto se acentúa probablemente en el caso de las óperas barrocas, hacia cuya particular atmósfera se detecta en general una elevada falta de respeto, sazonada en no pocas ocasiones con altas dosis de desconocimiento. En el caso de Alden, hay bellos aciertos y algunos errores. Deben alabarse la belleza de algunos cuadros (por ejemplo, el mar manivelado del acto tercero, de inspiración dieciochesca, resultó encantador) y el dinamismo escénico, buscado esencialmente por tres vías: cambios frecuentes de decorado o ambiente; habilitación de un vano al fondo, a modo de ventana que actuaba como segundo escenario y a la vez como espacio para los sueños, evocaciones y deseos de los personajes; y la incorporación de un afortunado cuerpo de baile. También se solucionaron con suma sencillez pero efectividad al tiempo las transiciones entre escenas, mediante una suerte de velo que ocultaba los cambios y resaltaba el aria o el dúo de turno entre los caracteres correspondientes. La combinación de la mencionada “ventana” y la danza produce un resultado realmente hermoso en el final del segundo acto, cuando Ginevra, acusada de liviana, queda abatida y ensoñada en un escenario oscurecido y de su cabeza empiezan a emanar imágenes funestas –pecaminosas, incestuosas incluso– que acaban cuajando en un baile siniestro muy bien planteado, con sórdidos personajes que se arrojan manzanas rojas que en su interior están podridas; en el furor diabólico de la danza, una mujer –trasunto de Ginevra– es desnudada íntegramente en escena y arrojada por las sombras a una piscina llena de agua, en una acción cruel que oscila entre la purificación forzosa o la inmersión absoluta en el pecado…
Como elementos poco favorables, pueden apuntarse el planteamiento un tanto tosco del primer acto, con unos feos mármoles de cartón piedra, que vuelven a tener presencia en el tercer acto. Acto final que, dicho sea de paso, se desarrolló con poca imaginación, con una Ginevra atada y torturada mientras el resto de personajes celebraban el resplandor de la verdad y una alegría de la que la heroína estaba inexplicable y físicamente apartada. La dirección de actores –en este caso de cantantes– fue defectuosa en varios de los cuadros, con personajes estáticos en múltiples pasajes, frente a escenas inútilmente acrobáticas que obligaban a los cantantes a emitir en posturas incómodas y absurdas (boca abajo, con la cabeza colgando, deslizándose por una superficie resbaladiza y peligrosa, arrastrándose por el suelo…). En líneas generales, se percibe en todo el montaje la apelación a una complejidad innecesaria: a las dificultades ya señaladas cabe añadir la trapécica bóveda descendente del segundo acto, los problemas evidentes de los cantantes para descender a las tablas desde la ventana… La ópera barroca es compleja, ciertamente, pero por otras circunstancias, de códigos y estilo, que son las que no suelen afrontar los directores de escena.
En última instancia, pues, puede acusarse a toda la producción de escaso “barroquismo”. Algo que no sólo debe achacarse a los elementos escénicos, y que tuvo repercusiones en lo musical… aunque menos de las esperables. Me explico. En principio, y como antes sugería, no deja de ser un despropósito que se planteen títulos historicistas sin la adopción de los medios historicistas apropiados. O lo que es lo mismo: carece de sentido ofrecer un Haendel interpretado por una orquesta con instrumentos modernos. En muchos auditorios sigue existiendo miedo a encarar la música antigua en su auténtico sabor, en el pensamiento de que el público se va a aburrir. Nada más incierto. Como prueba bien reciente, el magnífico montaje de la Partenope de Vinci que viene representándose, con auténtico “lujo barroco”, en varios teatros españoles, y con éxito más que notable. Hay que decir, sin embargo, que lo que ocurrió en el Campoamor fue en cierto modo un mal menor. En ello sin duda tuvo algo que ver la indiscutible personalidad del director circunstancial de la OSPA, Andrea Marcon. El de Treviso fue capaz de despojar a la orquesta asturiana de todo lo sobrante, presentándola en una faceta camerística apenas imaginable y logrando un resultado excepcional, rico en matices y fraseo. Dignísima intervención, pues, de la OSPA, que dio de sí todo lo mejor, hasta extremos impensables a priori.
A nivel vocal hubo un peu de tout. Verónica Cangemi como Ginevra tuvo un inicio demoledor que no presagiaba nada bueno: destemplada, desorientada, encasquillada… realmente irreconocible. Sin embargo, en su descargo hay que decir que fue calentando su instrumento hasta el punto de convertirse en la gran protagonista de la noche. Su “Il mio crudel martoro” en el segundo acto fue realmente estremecedor y delicado, y lo mismo cabe decir de su “Sì, morrò” o de su dúo final con Ariodante, “Bramo aver mille vite”, en que ambos exhibieron bellas cadencias y coloratura. La mezzo inglesa Alice Coote en su papel de Ariodante fue muy aplaudida, a pesar de que no brilló precisamente en sus arias estelares, las muy difíciles “Scherza infida” y “Dopo notte, atra e funesta”, en las que pasó algunos apuros de aliento, en particular en la primera, mostrándose más pródiga en expresividad que en técnica. No obstante, Coote se mantuvo bastante regular y entregada a lo largo de toda la representación, haciendo gala en general de unos recursos sólidos y un serio esfuerzo por dotar de alma sus intervenciones. El Polinesso de Marina Rodríguez-Cusí, por el contrario, fue irregular y de un timbre no precisamente bello; a pesar de lo cual debe subrayarse su trabajo de las ornamentaciones, unas más apreciables que otras, y que en ocasiones la fatigaban, pero que al mismo tiempo aportaban frescura a sus apariciones, como en el caso de su “Se l’inganno sortisce felice” del segundo acto. La Dalinda de Sarah Tynan resultó ágil y muy lírica, aunque se echa en falta mayor cuerpo en su voz; una “secundaria” de buen nivel que además demostró ser una pizpireta actriz. El Rey del muy joven barítono Joan Martín Royo dejó bien claro que cuenta con una buena materia prima, aunque debe trabajar más la expresividad, lo mismo vocal que corporal. Por último, Paul Nilon en su rol de Lurcanio, en la misma línea que Dalinda, fue un Lucarnio correcto en su breve desempeño.
En definitiva, una sesión en que Haendel fue festejado y disfrutado, a pesar de algunas mejoras que pudieron haberse introducido en un montaje que cuenta ya con el recorrido suficiente para ello. No obstante, es menester dar la enhorabuena al Teatro Campoamor y a la Asociación Asturiana de Amigos de la Ópera por romper una lanza por la ópera barroca en su programación. Esperemos que ese loable impulso no se detenga.
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