No suele ser habitual dentro del Festival Internacional de Santander, al menos en sus más recientes ediciones, la inclusión de espectáculos teatrales en la programación. Sin embargo, en este año hemos podido a asistir a la representación de El Pisito, obra que de forma evidente homenajea a Rafael Azcona y con la que el cántabro Juanjo Seoane celebra su centésima producción.
Sobre la obra en particular poco puede decirse que no sea ya sobradamente conocido. La excelente y ácida versión cinematográfica que a finales de los años 50 dirigió Marco Ferreri con José Luis López Vázquez y Mary Carrillo como protagonistas permanece en el imaginario del espectador español junto a otros títulos azconianos que en su tiempo arrojaron una visión lúcida sobre unas condiciones de vida y un entorno deprimentes, cuales eran los de la España de posguerra. En este caso, nos encontramos ante una cuarta versión que el propio Azcona levantó a partir de su primer texto, en la que se hicieron retoques y también se incluyeron omisiones que la censura había limado, no obstante lo cual el contenido no se distancia en lo esencial del que todos conocíamos. El propio Juanjo Seoane y Bernardo Sánchez han sido los encargados de darle forma teatral a dicho texto, y es ese trabajo el que, bajo la dirección de Pedro Olea, se ha estrenado en el Palacio de Festivales para posteriormente seguir su andadura en el Teatro Marquina.
Es obvio que el propósito de sus adaptadores ha sido el de respetar al máximo la obra de Azcona hasta en sus más mínimos detalles. Ello incluye ambientación, personajes, vestuario… El montaje rescata una desvencijada escenografía que es, de nuevo, un homenaje; esta vez a la estética de las portadas de La Codorniz, como recuerdo de los primeros pasos del creador de “El repelente niño Vicente”; una escenografía por lo demás muy eficaz, a cargo de Wolgang Burmann, dinámica aun sin consumir muchos recursos, y que funciona bien en los cambios de cuadro. La contextualización musical incide en anuncios, programas y melodías de la época: la canción del Cola-Cao, la sintonía del consultorio de Elena Francis… Los actores dan vida a unos personajes un tanto estereotipados y fácilmente identificables con los caracteres que sobre la España de los años 40-50 nos han dibujado tantas veces la literatura y el cine: la pareja de novios perpetuos en abstinencia sexual perpetua y pobreza perpetua, la casada insatisfecha y resignada, el patrón aprovechado, el usurero, el buscavidas… El elenco en esta ocasión resulta verosímil y desempeña un buen trabajo. Sorprende Pepe Viyuela con unos trazos diferentes a lo que suelen ser sus trabajos habituales, perfilando un Rodolfo convincente y muy bien resuelto. Teté Delgado, indiscutible gran actriz, ofrece el punto tragicómico que su papel precisa con su soltura acostumbrada. Asunción Balaguer como Doña Martina lleva una gran parte, quizá excesiva, del peso de la obra, cuando hubiera sido aconsejable aligerarla un poco de semejante responsabilidad. Bien estuvieron también el resto de actores, en especial Rafael Núñez, de quien aún recordamos con sumo agrado su reciente interpretación en Santander del sufriente Don Friolera; y a cierta distancia, con corrección, María Felices, José María Álvarez, Jorge Merino y Manuel Millán.
No deja de sorprender que no se haya abordado una reinterpretación más arriesgada del texto dramático. Es más, parece que se ha perdido una gran oportunidad de hacerlo, en un momento como este en que la compleja problemática social de la vivienda está al orden del día en España, optando tal vez por la solución más sencilla, cual es la de la estricta traslación de caracteres y situaciones. De este modo, se ha presentado un producto bien elaborado, con mimo y consideración, pero que recuerda quizá demasiado a una adaptación para el teatro de una exitosa –e insuperable– versión cinematográfica.
Por otra parte, nos atrevemos a sugerir a los responsables de la programación que eviten a los espectadores, o al menos recorten, los plomizos preámbulos-loa con los que a menudo nos obsequian al comienzo del espectáculo de turno. Las intervenciones de personas ajenas al contenido mismo del programa entorpecen y dilatan la sesión innecesariamente, aparte de requerir aplausos a destiempo. Así ocurrió en la noche del miércoles con Concha Velasco, a quien todos sin duda apreciamos, pero que se permitió retrasar con su inesperada intervención veinte minutos el comienzo de la obra. Por favor: si no queda más remedio que tragar con esto, con tres minutos basta y sobra.
Sobre la obra en particular poco puede decirse que no sea ya sobradamente conocido. La excelente y ácida versión cinematográfica que a finales de los años 50 dirigió Marco Ferreri con José Luis López Vázquez y Mary Carrillo como protagonistas permanece en el imaginario del espectador español junto a otros títulos azconianos que en su tiempo arrojaron una visión lúcida sobre unas condiciones de vida y un entorno deprimentes, cuales eran los de la España de posguerra. En este caso, nos encontramos ante una cuarta versión que el propio Azcona levantó a partir de su primer texto, en la que se hicieron retoques y también se incluyeron omisiones que la censura había limado, no obstante lo cual el contenido no se distancia en lo esencial del que todos conocíamos. El propio Juanjo Seoane y Bernardo Sánchez han sido los encargados de darle forma teatral a dicho texto, y es ese trabajo el que, bajo la dirección de Pedro Olea, se ha estrenado en el Palacio de Festivales para posteriormente seguir su andadura en el Teatro Marquina.
Es obvio que el propósito de sus adaptadores ha sido el de respetar al máximo la obra de Azcona hasta en sus más mínimos detalles. Ello incluye ambientación, personajes, vestuario… El montaje rescata una desvencijada escenografía que es, de nuevo, un homenaje; esta vez a la estética de las portadas de La Codorniz, como recuerdo de los primeros pasos del creador de “El repelente niño Vicente”; una escenografía por lo demás muy eficaz, a cargo de Wolgang Burmann, dinámica aun sin consumir muchos recursos, y que funciona bien en los cambios de cuadro. La contextualización musical incide en anuncios, programas y melodías de la época: la canción del Cola-Cao, la sintonía del consultorio de Elena Francis… Los actores dan vida a unos personajes un tanto estereotipados y fácilmente identificables con los caracteres que sobre la España de los años 40-50 nos han dibujado tantas veces la literatura y el cine: la pareja de novios perpetuos en abstinencia sexual perpetua y pobreza perpetua, la casada insatisfecha y resignada, el patrón aprovechado, el usurero, el buscavidas… El elenco en esta ocasión resulta verosímil y desempeña un buen trabajo. Sorprende Pepe Viyuela con unos trazos diferentes a lo que suelen ser sus trabajos habituales, perfilando un Rodolfo convincente y muy bien resuelto. Teté Delgado, indiscutible gran actriz, ofrece el punto tragicómico que su papel precisa con su soltura acostumbrada. Asunción Balaguer como Doña Martina lleva una gran parte, quizá excesiva, del peso de la obra, cuando hubiera sido aconsejable aligerarla un poco de semejante responsabilidad. Bien estuvieron también el resto de actores, en especial Rafael Núñez, de quien aún recordamos con sumo agrado su reciente interpretación en Santander del sufriente Don Friolera; y a cierta distancia, con corrección, María Felices, José María Álvarez, Jorge Merino y Manuel Millán.
No deja de sorprender que no se haya abordado una reinterpretación más arriesgada del texto dramático. Es más, parece que se ha perdido una gran oportunidad de hacerlo, en un momento como este en que la compleja problemática social de la vivienda está al orden del día en España, optando tal vez por la solución más sencilla, cual es la de la estricta traslación de caracteres y situaciones. De este modo, se ha presentado un producto bien elaborado, con mimo y consideración, pero que recuerda quizá demasiado a una adaptación para el teatro de una exitosa –e insuperable– versión cinematográfica.
Por otra parte, nos atrevemos a sugerir a los responsables de la programación que eviten a los espectadores, o al menos recorten, los plomizos preámbulos-loa con los que a menudo nos obsequian al comienzo del espectáculo de turno. Las intervenciones de personas ajenas al contenido mismo del programa entorpecen y dilatan la sesión innecesariamente, aparte de requerir aplausos a destiempo. Así ocurrió en la noche del miércoles con Concha Velasco, a quien todos sin duda apreciamos, pero que se permitió retrasar con su inesperada intervención veinte minutos el comienzo de la obra. Por favor: si no queda más remedio que tragar con esto, con tres minutos basta y sobra.
Comentarios
Leete me trae buenos recuerdos de El pisito en película y de la Codorniz, de la que era asiduo lector.
Yo con tres minutos, ni me basta ni me sobra para besarte.