Oratorio multimedia. Como si de la villa de las tres mentiras se tratase, lo que se vio en el Festival Internacional de Santander en la noche del viernes no fue ni oratorio ni multi ni media. The Blue Planet, espectáculo alumbrado por el cineasta Peter Greenaway en conjunción con Saskia Boddeke, hace pensar que no sólo el planeta azul está en peligro, sino también la creatividad y el prestigio de un director que, si bien controvertido, siempre ha contado con un reconocimiento indiscutido a su exquisita y singular labor. Con The Blue Planet, Greenaway abandona su manierismo y culturalismo característicos para arrojarse en los brazos de un ecologismo en cartón-piedra, sazonado con unos recursos audiovisuales ante los que no cabe sino enrojecer por su precariedad. Y es que la cosa se ventila con seis pantallas en las que se proyectan imágenes diversas –con frecuencia la misma, reiterada hasta la extenuación-, una piscina central en la que sin cesar chapotean dos actores y un quinteto en el lateral ocupándose de la música, por momentos ratonera, de Goran Bregovic; lo de oratorio hemos de suponer que es por el tema, alusivo al Génesis, si bien los coros no existen, hay una única solista y los recitativos y arias consisten en una letanía de una hora y veinte minutos de duración que nos hacen recordar penosamente el dicho bíblico de que en el reloj de Dios un día son mil años.
El proyecto, nacido al amparo de la Expo del Agua de 2008 en la ciudad de Zaragoza, tiene la dudosa virtud de hacer mutar a Peter Greenaway en Al Gore, pero pasado por agua: el asunto va de convencer al espectador de lo nocivo que es el Hombre para el Planeta, con un especial protagonismo del líquido elemento (Expo obliga). Algo de lo que somos más que conscientes, y que sin duda precisa de unos argumentos muy contundentes para lograr conmovernos a estas alturas de la película. Pues bien, Greenaway y Boddeke traban un texto harto pueril, en el que lo presuntamente poético, con final Over the rainbow incluido, se entreteje con una recurrencia tan constante como innecesaria al caca-culo-pedo-pis (“cagar” y “mierda” son las dos palabras más repetidas en el elaborado libreto), y en el que, sobre todo, lo más enojoso es la duplicación: se enuncia una oración y se repite en inglés, se enuncia otra oración y se repite de nuevo en inglés, y así ad nauseam, como en una cinta del Home English. Una duplicación de conceptos y de tiempo que nos hace pensar no sólo que Greenaway-Boddeke desconocen aquello de la navaja de Ockham y la indeseable multiplicación de los entes, sino también que precisaban estirar un texto que por nuestra parte hubiéramos agradecido que encogiera.
Si nos detenemos en lo visual, el balance no difiere tampoco demasiado. Proyecciones redundantes de agua y ballenas, imágenes poco efectivas de explotación animal y de gente comiendo hamburguesas, y unos prototipos de second life un tanto primitivos. La presencia de los actores en la piscina central, inmersos en un conato de danza (y que acabaron desnudándose, como era fácil de prever), no ofrece una coreografía precisamente estimable, aunque hay que admitir que pasar tanto tiempo en el agua debe de tener su mérito. Por último, es de suponer que la música de Bregovic no quedará precisamente en el recuerdo.
En suma, un espectáculo de intenciones manidas, decepcionante, construido al servicio de un propósito muy obvio. Aburrimiento en estado líquido: signo lastimoso de los tiempos, según dice Zygmunt Bauman.
El proyecto, nacido al amparo de la Expo del Agua de 2008 en la ciudad de Zaragoza, tiene la dudosa virtud de hacer mutar a Peter Greenaway en Al Gore, pero pasado por agua: el asunto va de convencer al espectador de lo nocivo que es el Hombre para el Planeta, con un especial protagonismo del líquido elemento (Expo obliga). Algo de lo que somos más que conscientes, y que sin duda precisa de unos argumentos muy contundentes para lograr conmovernos a estas alturas de la película. Pues bien, Greenaway y Boddeke traban un texto harto pueril, en el que lo presuntamente poético, con final Over the rainbow incluido, se entreteje con una recurrencia tan constante como innecesaria al caca-culo-pedo-pis (“cagar” y “mierda” son las dos palabras más repetidas en el elaborado libreto), y en el que, sobre todo, lo más enojoso es la duplicación: se enuncia una oración y se repite en inglés, se enuncia otra oración y se repite de nuevo en inglés, y así ad nauseam, como en una cinta del Home English. Una duplicación de conceptos y de tiempo que nos hace pensar no sólo que Greenaway-Boddeke desconocen aquello de la navaja de Ockham y la indeseable multiplicación de los entes, sino también que precisaban estirar un texto que por nuestra parte hubiéramos agradecido que encogiera.
Si nos detenemos en lo visual, el balance no difiere tampoco demasiado. Proyecciones redundantes de agua y ballenas, imágenes poco efectivas de explotación animal y de gente comiendo hamburguesas, y unos prototipos de second life un tanto primitivos. La presencia de los actores en la piscina central, inmersos en un conato de danza (y que acabaron desnudándose, como era fácil de prever), no ofrece una coreografía precisamente estimable, aunque hay que admitir que pasar tanto tiempo en el agua debe de tener su mérito. Por último, es de suponer que la música de Bregovic no quedará precisamente en el recuerdo.
En suma, un espectáculo de intenciones manidas, decepcionante, construido al servicio de un propósito muy obvio. Aburrimiento en estado líquido: signo lastimoso de los tiempos, según dice Zygmunt Bauman.
Comentarios
No digo que sea imposible hacer una buena obra sobre la destrucción del medio ambiente, evitando los tópicos y dándole otro enfoque al asunto. Pero la verdad es que esas obras “de circunstancias”, hechas expresamente para esos grandes eventos, como la Expo de Zaragoza, la mayoría de las veces resultan forzadas y mediocres. E incluso podría decirse que la “modernidad líquida” de la que habla Zygmunt Bauman en sus teorías produce “obras líquidas”, inconsistentes, incapaces de resistir el paso del tiempo.
Saludos cordiales, Ana.