La Favorita de Gaetano Donizetti ha sido la propuesta seleccionada para inaugurar el LVIII Festival Internacional de Santander, recuperándose así la tradición del evento operístico como espectáculo de apertura de la programación estival santanderina. Es cierto que desde un principio todos nos hemos cuestionado una elección semejante, por cuanto no es precisamente La Favorita una de las óperas más atractivas no ya de Donizetti, sino del repertorio operístico en general (como incluso sutilmente se admite en el propio programa de mano): con un libreto descabellado y una música de circunstancias salvo algún pasaje afortunado, más parece un montaje de relleno que propio de una jornada inaugural. Por si esto fuera poco, se trataba de una producción que requirió la asistencia de personal técnico procedente del Teatro Municipal de Santiago de Chile (pues allí se estrenó el año pasado), con todas las objeciones que a este asunto se pueden formular. Pero, en todo caso, y tras asistir a la jornada en cuestión, la discutible excelencia y/o pertinencia de La Favorita pasó a segundo plano, si consideramos lo que allí tuvo lugar.
Cierto es que no se pueden prever todas las contingencias, pero la noche empezó a torcerse cuando después de veinte minutos de retraso sobre la hora prevista el espectáculo aún no había comenzado, con el consiguiente nerviosismo del público. Finalmente, sin petición de disculpas al respetable, se anunció escuetamente que José Bros (en el personaje de Fernand) padecía de lumbalgia, a pesar de lo cual saldría a cantar. No dejó de resultar extraño, con semejante dolencia, que el tenor apareciera en escena portando una cruz a la espalda, y que además se moviera con toda soltura escenario arriba, escenario abajo; lo que parecía penitencia cruel para el doliente pronto reveló lo que de verdad había: una indisposición vocal que estalló a los cinco minutos en forma de gallo en el aria “Un ange, une femme inconnue”, y que el tenor fue incapaz de remontar en toda la obra por más que lo intentó.
Dejando de lado este asunto, al fin y al cabo meramente anecdótico, otros aspectos merecieron más atención en esta accidentada sesión inaugural. El elenco vocal resultó desigual, con luces y con sombras. Además de las dificultades ya mencionadas de Bros, que repercutieron en un canto estridente, poco modulado y con tonos rebajados, tal vez la gran desilusión de la noche fue que el famoso do de pecho del último acto (“Ange si pur”) que todos esperábamos, y que es uno de los escasos atractivos de esta ópera, sencillamente no existió. La mezzo Nadia Krasteva, en su papel de Leonor de Guzmán, hizo gala de una voz extremadamente oscura con inseguridad en las notas graves. Hubo pasajes en los que estuvo bella, resuelta y efectiva, si bien no precisamente en los dúos, lo mismo con Frontali (Rey Alfonso) que con Bros, muy poco afortunados. Algo que debe hacérsele notar, y que es imperdonable que el director de escena no haya controlado, es la tendencia de la mezzo a la hiperdramatización y a las convulsiones: con una gestualidad exorbitada, rozando el histrionismo en la última escena, distraía de la acción y sugería más bien la sonrisa que la piedad. Scandiuzzi (Balthazar) se mostró en su línea grandilocuente habitual, que gustará a quien siempre gusta, aunque su canto forzado enmascare ciertas carencias. Frontali estuvo a la altura requerida por su papel, poco agradecido pero desempeñado con solvencia, y lo mismo cabe decir de Marta Ubieta (como la dama Inés), que aunque algo destemplada en sus inicios, supo reencauzarse bien y cumplir con buena nota.
De la escenografía de Hugo de Ana cabe resaltar, al margen de sus conocidas incursiones multimedia, el pastiche conceptual y anacrónico con que el argentino nos bombardeó, superponiendo arquitecturas moriscas, solitarios pedregales e iconos bizantinos, en un horror vacui difícil de digerir. Poco acertados parecieron el uso –también común en él– de veladuras, que llegaban a ocasionar fatiga visual en un espectáculo de más de 200 minutos de duración, así como el enorme Cristo de Damocles continuamente suspendido sobre los cantantes, en una suerte de amenaza inexplicable. No dejó de extrañar también la enojosa lentitud, de hasta cinco minutos en total silencio, en las transiciones entre escenas… y alguna que otra innovación extemporánea, como la escena de danza del acto segundo, entre el tai-chi y el flamenco chill-out.
Sin duda, lo mejor de la noche fue la Orquesta de la Ópera Nacional de Lituania, que en todo momento se condujo segura y elegante bajo la batuta de Roberto Rizzi, acompañando con precisión en volumen y matices, y concediendo incluso brillo a una partitura que carecía de él.
Es de esperar, por la cuenta que nos tiene, que esta penosa inauguración del FIS no sea más que un error aislado en la programación que nos aguarda. Seguiremos informando...
Cierto es que no se pueden prever todas las contingencias, pero la noche empezó a torcerse cuando después de veinte minutos de retraso sobre la hora prevista el espectáculo aún no había comenzado, con el consiguiente nerviosismo del público. Finalmente, sin petición de disculpas al respetable, se anunció escuetamente que José Bros (en el personaje de Fernand) padecía de lumbalgia, a pesar de lo cual saldría a cantar. No dejó de resultar extraño, con semejante dolencia, que el tenor apareciera en escena portando una cruz a la espalda, y que además se moviera con toda soltura escenario arriba, escenario abajo; lo que parecía penitencia cruel para el doliente pronto reveló lo que de verdad había: una indisposición vocal que estalló a los cinco minutos en forma de gallo en el aria “Un ange, une femme inconnue”, y que el tenor fue incapaz de remontar en toda la obra por más que lo intentó.
Dejando de lado este asunto, al fin y al cabo meramente anecdótico, otros aspectos merecieron más atención en esta accidentada sesión inaugural. El elenco vocal resultó desigual, con luces y con sombras. Además de las dificultades ya mencionadas de Bros, que repercutieron en un canto estridente, poco modulado y con tonos rebajados, tal vez la gran desilusión de la noche fue que el famoso do de pecho del último acto (“Ange si pur”) que todos esperábamos, y que es uno de los escasos atractivos de esta ópera, sencillamente no existió. La mezzo Nadia Krasteva, en su papel de Leonor de Guzmán, hizo gala de una voz extremadamente oscura con inseguridad en las notas graves. Hubo pasajes en los que estuvo bella, resuelta y efectiva, si bien no precisamente en los dúos, lo mismo con Frontali (Rey Alfonso) que con Bros, muy poco afortunados. Algo que debe hacérsele notar, y que es imperdonable que el director de escena no haya controlado, es la tendencia de la mezzo a la hiperdramatización y a las convulsiones: con una gestualidad exorbitada, rozando el histrionismo en la última escena, distraía de la acción y sugería más bien la sonrisa que la piedad. Scandiuzzi (Balthazar) se mostró en su línea grandilocuente habitual, que gustará a quien siempre gusta, aunque su canto forzado enmascare ciertas carencias. Frontali estuvo a la altura requerida por su papel, poco agradecido pero desempeñado con solvencia, y lo mismo cabe decir de Marta Ubieta (como la dama Inés), que aunque algo destemplada en sus inicios, supo reencauzarse bien y cumplir con buena nota.
De la escenografía de Hugo de Ana cabe resaltar, al margen de sus conocidas incursiones multimedia, el pastiche conceptual y anacrónico con que el argentino nos bombardeó, superponiendo arquitecturas moriscas, solitarios pedregales e iconos bizantinos, en un horror vacui difícil de digerir. Poco acertados parecieron el uso –también común en él– de veladuras, que llegaban a ocasionar fatiga visual en un espectáculo de más de 200 minutos de duración, así como el enorme Cristo de Damocles continuamente suspendido sobre los cantantes, en una suerte de amenaza inexplicable. No dejó de extrañar también la enojosa lentitud, de hasta cinco minutos en total silencio, en las transiciones entre escenas… y alguna que otra innovación extemporánea, como la escena de danza del acto segundo, entre el tai-chi y el flamenco chill-out.
Sin duda, lo mejor de la noche fue la Orquesta de la Ópera Nacional de Lituania, que en todo momento se condujo segura y elegante bajo la batuta de Roberto Rizzi, acompañando con precisión en volumen y matices, y concediendo incluso brillo a una partitura que carecía de él.
Es de esperar, por la cuenta que nos tiene, que esta penosa inauguración del FIS no sea más que un error aislado en la programación que nos aguarda. Seguiremos informando...
Comentarios
Seguiré vigilando.
Un beso a mi favorita
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Javi: Qué va... Si he sido generosa... :-) Besote.
La verdad es que no he escuchado "La Favorita"; no es una de las óperas más conocidas de Donizetti. Quizá sea porque, como dice Vd., no es una de las mejores. De Donizetti, me gusta mucho "La hija del Regimiento" y la famosa aria "A mes amis".
Saludos cordiales.
La ópera, en efecto, es en sí misma insoportable y grotesca, y si a ello añadimos las incoherencias del señor De Ana... (pena de homonimia) pues el engendro está servido. Espero que Patricio no rabie mucho :-) :-) Ya me contarás. Besos a millones.
He de admitir que yo no soy muy donizettiana. En realidad, la ópera del XIX me interesa poco, con evidente excepción de ciertos títulos; cuanta más música antigua escucho, más cuenta me doy de lo cutres que son esos pastiches decimonónicos... Pero en particular La Favorita carece de todo atractivo...
Un cordial saludo.