Sobre el Tito Andrónico de Animalario
Cuando Sennett hablaba de ciudades que eran como la carne de los hombres no se equivocaba. Las ciudades nacen, evolucionan, despuntan, se tambalean y se pudren. La fenomenología de su esplendor acaba con la odiosa epifanía de una derrota vulgar y predecible, y entre una y otra sólo media un camino tortuoso que perfila los trazos de un cursus honorum indecente, a ratos cruento, en todo caso de fulgor venido escandalosamente a menos.
Si hay una ciudad entre todas que cumple a la perfección todas las fases de este modelo, esa es precisamente la antigua Roma. Y si hay una obra dramática que refleja con fidelidad ese imparable descensus auerni, esa es precisamente el Tito Andrónico de William Shakespeare. Creo, con falsa modestia, que esa personalísima y aguda identificación Roma-Tito que realiza el Cisne de Avon es un logro fuera de toda discusión, por mucho que un sector no desdeñable de la crítica literaria se haya empeñado en denostar la pieza en cuestión. La sutileza del tránsito desde una de las más refinadas civilizaciones a su chapoteo en la más inmunda de las barbaries, un tránsito por otra parte ineludible en todos los grandes gigantes civiles que en el mundo han sido, es lo que Shakespeare pone sobre la mesa –nunca mejor dicho, en este caso– con intuición y sabiduría extraordinarias. Me extraña, pues, que se entienda el Tito Andrónico como una mera “ópera de horror” surgida al insolente calor de la envidia hacia Christopher Marlowe o como un pastiche realizado a partir de retazos de Ovidio o Séneca con anticipos de Artaud, por mencionar sólo algunas de las lindezas que el “canónico” Bloom le ha dedicado. Pero vayamos al montaje de la obra, una vez que he aclarado el que por mi parte considero que es su enfoque esencial, en tanto me parece que explica actitudes y acontecimientos que transcurren en escena.
Tras su estreno en el Festival de Teatro Clásico de Mérida, llegó al Matadero de Madrid esta obra que constituyó un encargo realizado ex profeso por el propio Festival al director Andrés Lima; y llegó con alguna depuración, producto natural de la experiencia emeritense, relativa sobre todo a su duración, que se vio sensiblemente reducida. Por otra parte, dejando a un lado el obvio encanto del Teatro Romano de Mérida, hay que precisar que a la obra le sienta magníficamente el entorno escénico del Matadero, en contenido y concepto. No faltará quien comente con malicia que este Tito Andrónico supone un producto muy apartado del que viene constituyendo hasta ahora el “sello Animalario”, más atento a tramas actuales y satíricas. Entiendo, sin embargo, que no debería sorprender que una compañía haga incursiones en piezas teatrales clásicas, “de autor”, siempre que sea capaz de no traicionar algunos presupuestos estéticos sustanciales y sin que sea necesario, por demás, estancarse en una concreta “marca de la casa”.
De modo que Animalario se enfrenta a un texto complejo, retórico, largo, en el que ocurren muchas cosas y en el que no es fácil no quedarse en la mera anécdota de la sangre derramada. Y hay que decir que asistimos a tres horas de tour de force de las que los actores emergen con inconcusa dignidad: la de vestir la obra con los ropajes que verdaderamente la caracterizan, que es adonde quería llegar con lo que en las primeras líneas comenté.
El planteamiento es claro desde el comienzo mismo: los personajes se aproximan a una plataforma circular en la que tienen lugar todos los acontecimientos escénicos, y que irá mutando conforme se suceden los diferentes pasajes y paisajes. La plataforma, pues, es foro, es bosque, es mesa, es altar sacrificial, es carrusel fatal. Pero también es ruleta de azar, es pozo letal, es cloaca, es rueda de infortunio, es caverna de la que emana la putrefacción de la ciudad enferma. Al margen de la plataforma sólo permanecen dos músicos: Aurora Arévalo al chelo y Raúl Miguel a la trompeta, subrayando escenas específicamente relevantes o conflictivas.
El retrato del imperium, del poder político, resulta deleznablemente contemporáneo en el careo electoral de Saturnino y Basiano con que se inicia la obra, ambos ataviados con traje y corbata modernos, como dos rastreros contrincantes electorales. A continuación aparece Tito Andrónico con armadura, investido de la plúmbea dignitas romana, en plenitud, encarnando unas virtudes que remiten a la gloria legendaria ab urbe condita. A él se contrapone la figura de Tamora, la reina goda, con maquillaje siniestro y bárbaro atuendo, que extraída del arroyo por la lascivia de Saturnino abandona pronto sus harapos para encarnarse en una suerte de letal y bella replicante posmoderna. A este cortejo se suman básicamente la dulce y agraviada Lavinia, los repugnantes hijos de Tamora, el mesurado hermano de Tito y otro gran personaje: el malévolo moro Aarón. Entre todos ellos, será Tito el único que mutará de modo significativo en ropas, gestualidad, lenguaje y actuación, traduciendo de forma ejemplar las etapas sucesivas de la urbe que alienta en él: fastuosa, respetada, envilecida, depravada, enloquecida, desesperada y, al fin, despojada. Lavinia violada y mutilada, por su lado, representa la honestidad y la pietas mancilladas y perdidas para siempre, y Tamora el poder salvaje e implacable que acabará por imponerse al imperio agonizante, devastado.
Con estos mimbres se teje un montaje muy bien resuelto escénicamente –no se precisan más alharacas ni moderneces: “mariconadas, las justas”–, que funciona con eficacia, también con belleza y simbología adecuadas. La difícilisima escena del bosque se presenta con sencillez inteligente. E incluso hay momentos gloriosos: el desnudo integral y encumbrado de Tito, perdida ya la razón, entre lacerado San Jerónimo y amasijo de carne sacado de un lienzo de Bacon; o el esperado festín sangriento del final, desarrollado en un tiovivo cruel, centrífugo y grotesco que no decepcionó.
De Andrés Lima debe subrayarse su magnífica dirección de actores y el buen criterio en la configuración final del texto. Actores con mayúscula hubo varios; sin duda alguna, Alberto San Juan desarrolló un Tito soberbio: contrastado, mutante, flexible, desde la helada dignidad al horror más sombrío, con una dicción hermosa y una apostura intachable. Nathalie Poza fue una Tamora desalmada, convincente en su pérfida sexualidad, brillantemente aterradora… simplemente espléndida. Fernando Cayo fue el tercer puntal del trío de ases de la noche, con un fantástico Aarón malo malísimo de veleidades macarriles, al que supo dotar de ferocidad, sarcasmo… e incluso ternura cuando se hizo necesario. Elisabet Gelabert como Lavinia logró también conquistar una marca exquisita: nunca sin manos ni lengua se pudo expresar tanto. Javier Gutiérrez como el emperador Saturnino quiso perfilar un personaje histriónico que resultó tal vez excesivo, oscilando entre una oligofrenia y una demencia exageradas. Enric Benavent como Marco no consiguió implicarse en su papel: lo equilibrado de su personaje le restó sangre en las venas; sólo en la célebre escena de la mosca se le nota que es de carne y hueso. Los papeles más jóvenes (Alfonso Begara, Luis Zahera, Juan Ceacero) cumplieron con soltura aunque sin excelencia.
Un magnífico trabajo interpretativo, al borde mismo de la extenuación de sus actores; un montaje excepcional, bien concebido; un gran texto, aquí recuperado; y una advertencia taimada: cuando la piedra se hace carne, en cualquier tiempo, llega el turno de los bárbaros.
Cuando Sennett hablaba de ciudades que eran como la carne de los hombres no se equivocaba. Las ciudades nacen, evolucionan, despuntan, se tambalean y se pudren. La fenomenología de su esplendor acaba con la odiosa epifanía de una derrota vulgar y predecible, y entre una y otra sólo media un camino tortuoso que perfila los trazos de un cursus honorum indecente, a ratos cruento, en todo caso de fulgor venido escandalosamente a menos.
Si hay una ciudad entre todas que cumple a la perfección todas las fases de este modelo, esa es precisamente la antigua Roma. Y si hay una obra dramática que refleja con fidelidad ese imparable descensus auerni, esa es precisamente el Tito Andrónico de William Shakespeare. Creo, con falsa modestia, que esa personalísima y aguda identificación Roma-Tito que realiza el Cisne de Avon es un logro fuera de toda discusión, por mucho que un sector no desdeñable de la crítica literaria se haya empeñado en denostar la pieza en cuestión. La sutileza del tránsito desde una de las más refinadas civilizaciones a su chapoteo en la más inmunda de las barbaries, un tránsito por otra parte ineludible en todos los grandes gigantes civiles que en el mundo han sido, es lo que Shakespeare pone sobre la mesa –nunca mejor dicho, en este caso– con intuición y sabiduría extraordinarias. Me extraña, pues, que se entienda el Tito Andrónico como una mera “ópera de horror” surgida al insolente calor de la envidia hacia Christopher Marlowe o como un pastiche realizado a partir de retazos de Ovidio o Séneca con anticipos de Artaud, por mencionar sólo algunas de las lindezas que el “canónico” Bloom le ha dedicado. Pero vayamos al montaje de la obra, una vez que he aclarado el que por mi parte considero que es su enfoque esencial, en tanto me parece que explica actitudes y acontecimientos que transcurren en escena.
Tras su estreno en el Festival de Teatro Clásico de Mérida, llegó al Matadero de Madrid esta obra que constituyó un encargo realizado ex profeso por el propio Festival al director Andrés Lima; y llegó con alguna depuración, producto natural de la experiencia emeritense, relativa sobre todo a su duración, que se vio sensiblemente reducida. Por otra parte, dejando a un lado el obvio encanto del Teatro Romano de Mérida, hay que precisar que a la obra le sienta magníficamente el entorno escénico del Matadero, en contenido y concepto. No faltará quien comente con malicia que este Tito Andrónico supone un producto muy apartado del que viene constituyendo hasta ahora el “sello Animalario”, más atento a tramas actuales y satíricas. Entiendo, sin embargo, que no debería sorprender que una compañía haga incursiones en piezas teatrales clásicas, “de autor”, siempre que sea capaz de no traicionar algunos presupuestos estéticos sustanciales y sin que sea necesario, por demás, estancarse en una concreta “marca de la casa”.
De modo que Animalario se enfrenta a un texto complejo, retórico, largo, en el que ocurren muchas cosas y en el que no es fácil no quedarse en la mera anécdota de la sangre derramada. Y hay que decir que asistimos a tres horas de tour de force de las que los actores emergen con inconcusa dignidad: la de vestir la obra con los ropajes que verdaderamente la caracterizan, que es adonde quería llegar con lo que en las primeras líneas comenté.
El planteamiento es claro desde el comienzo mismo: los personajes se aproximan a una plataforma circular en la que tienen lugar todos los acontecimientos escénicos, y que irá mutando conforme se suceden los diferentes pasajes y paisajes. La plataforma, pues, es foro, es bosque, es mesa, es altar sacrificial, es carrusel fatal. Pero también es ruleta de azar, es pozo letal, es cloaca, es rueda de infortunio, es caverna de la que emana la putrefacción de la ciudad enferma. Al margen de la plataforma sólo permanecen dos músicos: Aurora Arévalo al chelo y Raúl Miguel a la trompeta, subrayando escenas específicamente relevantes o conflictivas.
El retrato del imperium, del poder político, resulta deleznablemente contemporáneo en el careo electoral de Saturnino y Basiano con que se inicia la obra, ambos ataviados con traje y corbata modernos, como dos rastreros contrincantes electorales. A continuación aparece Tito Andrónico con armadura, investido de la plúmbea dignitas romana, en plenitud, encarnando unas virtudes que remiten a la gloria legendaria ab urbe condita. A él se contrapone la figura de Tamora, la reina goda, con maquillaje siniestro y bárbaro atuendo, que extraída del arroyo por la lascivia de Saturnino abandona pronto sus harapos para encarnarse en una suerte de letal y bella replicante posmoderna. A este cortejo se suman básicamente la dulce y agraviada Lavinia, los repugnantes hijos de Tamora, el mesurado hermano de Tito y otro gran personaje: el malévolo moro Aarón. Entre todos ellos, será Tito el único que mutará de modo significativo en ropas, gestualidad, lenguaje y actuación, traduciendo de forma ejemplar las etapas sucesivas de la urbe que alienta en él: fastuosa, respetada, envilecida, depravada, enloquecida, desesperada y, al fin, despojada. Lavinia violada y mutilada, por su lado, representa la honestidad y la pietas mancilladas y perdidas para siempre, y Tamora el poder salvaje e implacable que acabará por imponerse al imperio agonizante, devastado.
Con estos mimbres se teje un montaje muy bien resuelto escénicamente –no se precisan más alharacas ni moderneces: “mariconadas, las justas”–, que funciona con eficacia, también con belleza y simbología adecuadas. La difícilisima escena del bosque se presenta con sencillez inteligente. E incluso hay momentos gloriosos: el desnudo integral y encumbrado de Tito, perdida ya la razón, entre lacerado San Jerónimo y amasijo de carne sacado de un lienzo de Bacon; o el esperado festín sangriento del final, desarrollado en un tiovivo cruel, centrífugo y grotesco que no decepcionó.
De Andrés Lima debe subrayarse su magnífica dirección de actores y el buen criterio en la configuración final del texto. Actores con mayúscula hubo varios; sin duda alguna, Alberto San Juan desarrolló un Tito soberbio: contrastado, mutante, flexible, desde la helada dignidad al horror más sombrío, con una dicción hermosa y una apostura intachable. Nathalie Poza fue una Tamora desalmada, convincente en su pérfida sexualidad, brillantemente aterradora… simplemente espléndida. Fernando Cayo fue el tercer puntal del trío de ases de la noche, con un fantástico Aarón malo malísimo de veleidades macarriles, al que supo dotar de ferocidad, sarcasmo… e incluso ternura cuando se hizo necesario. Elisabet Gelabert como Lavinia logró también conquistar una marca exquisita: nunca sin manos ni lengua se pudo expresar tanto. Javier Gutiérrez como el emperador Saturnino quiso perfilar un personaje histriónico que resultó tal vez excesivo, oscilando entre una oligofrenia y una demencia exageradas. Enric Benavent como Marco no consiguió implicarse en su papel: lo equilibrado de su personaje le restó sangre en las venas; sólo en la célebre escena de la mosca se le nota que es de carne y hueso. Los papeles más jóvenes (Alfonso Begara, Luis Zahera, Juan Ceacero) cumplieron con soltura aunque sin excelencia.
Un magnífico trabajo interpretativo, al borde mismo de la extenuación de sus actores; un montaje excepcional, bien concebido; un gran texto, aquí recuperado; y una advertencia taimada: cuando la piedra se hace carne, en cualquier tiempo, llega el turno de los bárbaros.
Comentarios
La expones de una manera exquisita, de agradable lectura y fácil de entender, y si tienes que ser algo durilla con los actores que no te acaban de convencer por ser jóvenes, pues lo eres y sin que te tiemble el pulso.
Las alabanzas a Alberto San Juan no me han sorprendido pues lo consideraba un buen actor de teatro a pesar de algunas películas. Lo recuerdo en un Marat Sade. Me quedo con lo de una dicción hermosa.
El texto que dices que se ha recuperado, ¿es fiel a los más de cuatrocientos años en que se escribió?
Es un placer y privilegio leerte.
besos
Te visitaré de ahora en adelante.
Saludos.
Un beso siempre agradecido por tus palabras.
***
José Carlos: Bienvenido a esta casa. Un abrazo.