Es de suponer que esa expresión tan propia de la lengua española de “vender humo” haya estado tras la dogmática intención de la obra de Juan Carlos Rubio representada este último fin de semana en el Palacio de Festivales de Cantabria. Humo, que llega a Santander con su galardón de la SGAE –recibido ya en 2005– bajo el brazo, vuelve a subir a las tablas a Juan Luis Galiardo y a Kiti Manver en una suerte de duelo interpretativo que aborda las diversas adicciones del ser humano, empezando por la más inocente del tabaco para enlazar con otras más trascendentes, como la mentira al exterior (sobre todo), pero también la traición conyugal o el destructivo juego de las máscaras personales.
Las pretensiones y los recursos de Juan Carlos Rubio son sencillos, asequibles a un público amplio. En este sentido, Humo se encuadra dentro de una forma de hacer teatro muy propia de dramaturgos contemporáneos más o menos jóvenes: textos muy directos y transparentes, sin cargas de profundidad; tono agridulce en los diálogos; apelación a los puntos negros más visibles de la sociedad actual (farsa, incomunicación, consumismo, fracaso, velocidad, depredación…); ritmo rápido con un toque de suspense, incluso cinematográfico; estética escénica sencilla, reconocible, intercambiable. Son obras que funcionan en cuanto entretenimiento pero que se agotan en su representación. No obstante lo cual gozan de su minuto –o sus dos horas– de gloria: no aspiran a más, pero tampoco a menos.
Así que Galiardo y Manver ceden a un juego construido no sin cierta gracia, aprovechándose del tirón de los medios audiovisuales en la contemporaneidad. El show de Luis Balmes (Galiardo) que se recrea en escena podría ser casi un minúsculo trasunto del ídem de Al Gore con su “verdad” cinematográfica a cuestas. Los charlatanes –los vendedores de humo– siguen existiendo, sólo que ahora se aprovechan de las últimas tecnologías. Probablemente nuestra sociedad no sea más que una caricatura grotesca, pero no tenemos tiempo siquiera de planteárnoslo, menos aún de darnos cuenta.
Balmes y Martín perfilan dos personajes más comunes que el común de los mortales; en ello reside su virtud y también su limitación: su virtud, porque conectan rápidamente con el respetable; su limitación, porque son previsibles en sus pasos. El momento en que Luis Balmes, público fustigador del vicio del humo, saca su pitillera del maletín, no constituye precisamente una sorpresa argumental, y lo mismo ocurre con el resto de la obra, incluso con la transición de Ana Martín desde la estricta honestidad al descarnado cinismo: un tour de force increíble, sí, pero en absoluto sorprendente y, si se quiere, necesario para mantener el interés frente a lo que de otro modo sería un superávit de cotidianeidad.
Oscilando entre la comedia y el drama (aunque hay bastante más de la primera que de lo segundo), Galiardo y Manver se baten titánicamente con una obra que les encasilla un tanto, con un texto y una dirección que parecen esforzarse en resaltar su lado más histriónico, más excesivo, lo mismo en dicción que en gestualidad. Los jóvenes actores Bernabé Rico y Gemma Jiménez encarnan con discreción un adecuado contrapunto. De la iluminación cabe decir lo mismo que de los papeles principales: concebida con una funcionalidad tan extrema y subrayada que llegaba a resultar casi molesta en sus contrastes.
Las pretensiones y los recursos de Juan Carlos Rubio son sencillos, asequibles a un público amplio. En este sentido, Humo se encuadra dentro de una forma de hacer teatro muy propia de dramaturgos contemporáneos más o menos jóvenes: textos muy directos y transparentes, sin cargas de profundidad; tono agridulce en los diálogos; apelación a los puntos negros más visibles de la sociedad actual (farsa, incomunicación, consumismo, fracaso, velocidad, depredación…); ritmo rápido con un toque de suspense, incluso cinematográfico; estética escénica sencilla, reconocible, intercambiable. Son obras que funcionan en cuanto entretenimiento pero que se agotan en su representación. No obstante lo cual gozan de su minuto –o sus dos horas– de gloria: no aspiran a más, pero tampoco a menos.
Así que Galiardo y Manver ceden a un juego construido no sin cierta gracia, aprovechándose del tirón de los medios audiovisuales en la contemporaneidad. El show de Luis Balmes (Galiardo) que se recrea en escena podría ser casi un minúsculo trasunto del ídem de Al Gore con su “verdad” cinematográfica a cuestas. Los charlatanes –los vendedores de humo– siguen existiendo, sólo que ahora se aprovechan de las últimas tecnologías. Probablemente nuestra sociedad no sea más que una caricatura grotesca, pero no tenemos tiempo siquiera de planteárnoslo, menos aún de darnos cuenta.
Balmes y Martín perfilan dos personajes más comunes que el común de los mortales; en ello reside su virtud y también su limitación: su virtud, porque conectan rápidamente con el respetable; su limitación, porque son previsibles en sus pasos. El momento en que Luis Balmes, público fustigador del vicio del humo, saca su pitillera del maletín, no constituye precisamente una sorpresa argumental, y lo mismo ocurre con el resto de la obra, incluso con la transición de Ana Martín desde la estricta honestidad al descarnado cinismo: un tour de force increíble, sí, pero en absoluto sorprendente y, si se quiere, necesario para mantener el interés frente a lo que de otro modo sería un superávit de cotidianeidad.
Oscilando entre la comedia y el drama (aunque hay bastante más de la primera que de lo segundo), Galiardo y Manver se baten titánicamente con una obra que les encasilla un tanto, con un texto y una dirección que parecen esforzarse en resaltar su lado más histriónico, más excesivo, lo mismo en dicción que en gestualidad. Los jóvenes actores Bernabé Rico y Gemma Jiménez encarnan con discreción un adecuado contrapunto. De la iluminación cabe decir lo mismo que de los papeles principales: concebida con una funcionalidad tan extrema y subrayada que llegaba a resultar casi molesta en sus contrastes.
En definitiva, una obra entretenida, con menos aciertos que lunares, que logra los fines que persigue, pero que a su término tiende tal vez a parecerse a lo que su propio título proclama. Cosas del humo.
Comentarios
Un beso desde las tablas.
Besote.