HOMENAJE Y NOSTALGIA

En esta semana han tenido lugar en la Sala Pereda del Palacio de Festivales dos representaciones de la obra Silencio… vivimos, inspirada en textos escritos por Adolfo Marsillach para la televisión, allá por los finales de la década de los 60. Se trata de un trabajo de selección y recopilación a partir de algunos de aquellos guiones, llevado a cabo por Paco Mir (bien conocido por integrar ese grupo inolvidable: Tricicle), con la dirección de Josep María Mestres (a quien el espectador de Cantabria recordará, sin ir más lejos, por Baraka, montaje representado el año pasado en el Palacio de Festivales). La producción corre a cargo de Varela Producciones y la Compañía de Blanca Marsillach, quienes con anterioridad ya han llevado a las tablas obras de Weller, Godber, Williams o Fo.
Como bien sabrán quienes tuvieron oportunidad de asistir en su momento a aquellas representaciones televisivas sesenteras, la cosa va de episodios diversos en que su autor reflexiona desde la ironía y el humor, no sin un sesgo agridulce, sobre aspectos propios de la cotidianeidad: el amor, las relaciones humanas, los desengaños, las ilusiones, las obsesiones personales… Como es natural, sobre estas historias, muy imbricadas en la sociedad de la España que las alumbró, pesan ya casi cuarenta años, y es lógico por ello que unas se vean con más agrado o implicación que otras, que se perciben como muy lejanas. La amenaza del tiempo pende sobre todas las obras, e incluso sobre todos los genios, y Marsillach –que no sé si fue un genio, pero en todo caso no estuvo muy distante de serlo, demostrándolo en sus obras e iniciativas: no olvidemos que fue el fundador del Centro Dramático Nacional y de la Compañía Nacional de Teatro Clásico– no puede resultar una excepción.
Dejando a un lado esta necesaria matización, parece evidente que la obra que nos presentan Mir y Mestres en su conjunto en un decidido homenaje no sólo a la figura de Marsillach como dramaturgo y a sus textos, sino incluso a una época ya pasada, que se contempla con una cierta mueca indulgente, pero creo que también con un poso de nostalgia, pues en definitiva el pasado, por absurdo que pueda haber sido, forma parte de la historia personal de cada quien. Quizá a este sentimiento responda la obvia preocupación de Mestres por traducir con fidelidad notarial la época en que los textos vieron la luz… un sentimiento inevitable por un lado –hay historias, como la de la solterona, que son difíciles de asumir fuera de tal contexto- pero que al tiempo se ven lastradas por esa estricta dependencia temporal, y que tal vez, de no mediar semejante dependencia, hubieran podido acercar más las situaciones a la actualidad. En todo caso, Mestres plantea un montaje muy funcional, con una escenografía (José Luis Raymond) orientada a tal propósito y con unos actores –dos hombres y dos mujeres– que alternativamente se identifican con el propio Marsillach, al tiempo que se desempeñan en sus propios papeles como personajes de las distintas historias. La estética, como ya se ha sugerido, es notoriamente sementera, y la dirección escénica, extraordinaria en agilidad y expresividad, subraya movimientos y actitudes propios de la época.
El trabajo de actores –Concha Delgado, Camilo Maqueda, Velilla Valbuena y Sergio Torrico–, un tanto irregular –en proporción al interés de los diferentes episodios– se desarrolló no obstante con la soltura requerida por el ritmo y temas de la obra. Debieran destacarse tal vez por su vigencia los pasajes del conferenciante y el del novelista burlado por la agencia literaria y cinematográfica: parece que aun cuarenta años más tarde, las penalidades de los “pasillos” culturales españoles siguen siendo las mismas.
En definitiva, Silencio… vivimos es una obra recorrida por la añoranza: la de la edad más joven y, en todo caso, la de una figura capital del teatro español.

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