BERGMAN CON ARISTAS

Sonata de otoño es una de esas películas de Bergman que forman parte del ideario intelectual de cualquier aficionado al cine. Seguramente no es la obra más perfecta del director sueco, ni siquiera la más representativa de su quehacer; pero no cabe duda de que, a pesar de los reparos que el propio Bergman le puso en sus imprescindibles memorias cinematográficas –Imágenes–, es una de las obras más estremecedoras jamás alumbradas sobre las tortuosas relaciones entre madre e hija y, al tiempo, sobre los efectos devastadores de la creación en el entorno del artista… y en el artista mismo.
El más que veterano José Carlos Plaza se ha esforzado por llevar a las tablas –y este fin de semana lo ha demostrado en la Sala Pereda del Palacio de Festivales de Santander– la que él supone que hubiera sido la versión querida por el propio Bergman, quien siempre lamentó el exceso de naturalismo que impregnaba a su película. Es cierto que hay algún elemento que puede resultar excesivo en la cinta del sueco: el entorno sobrecargado –extraño regusto burgués en la vivienda de un pastor protestante– y el peso alegórico de la hija aquejada de una enfermedad degenerativa, trasunto de la penosa relación madre-hija. Sin estos dos elementos, Bergman ya había dado a la luz esa sobrecogedora y desnuda obra maestra en blanco y negro que es Persona, doce años antes, en la que los célebres primeros planos de las dos mujeres resurgen en algún pasaje de Sonata de otoño. Sin embargo, la calidad del angustioso duelo interpretativo Ingrid Bergman-Liv Ullmann está muy por encima de cualquier objeción estética que quiera formularse a la cinta.
Si comentamos todo esto es porque resulta inevitable plantearse la comparación entre ambas versiones, siquiera de forma inconsciente, en especial si tenemos en cuenta que Plaza sugiere una versión enormemente fiel –en texto– al original bergmaniano. En cambio, Plaza opta por una mayor ligereza escénica y por un acusado protagonismo de la luz, que quiere subrayar el estricto transcurso de una jornada. Hay, además, otros cambios: la importancia de Bach en Sonata de otoño (en general en casi todo Bergman) se elude, se concede mayor protagonismo escénico y dramático a la hija disminuida y, en la escena de duelo madre-hija, se emplea una luz completamente opuesta (lo que en Bergman es penumbra que favorece una confesión lenta y penosamente engendrada, en Plaza se torna claridad implacable que cristaliza en abierto y previsible enfrentamiento). Los personajes también cambian: Viktor (el pastor) se hace más presente pero más débil, Charlotte (la madre concertista) aparece más alocada y Eva (la hija amargada) es, ya desde su primera aparición, mucho más abrupta que Ullmann. Así pues, en Bergman palpita un conflicto enconado que va aflorando poco a poco hasta estallar en mitad de la noche, cortándola como un cuchillo, mientras que Plaza pone en pie de guerra a un personaje sumamente agresivo –Eva– que no pierde ocasión de atacar a su madre frontalmente y de trasladar su rencor casi ancestral a su propia y frustrada relación matrimonial. En suma, Bergman hiela la sangre, en tanto que Plaza propone un duelo a garrotazos. Cada espectador puede optar por la forma de aniquilamiento que más le apetezca.
El elenco de actores encargado de dar cuerpo a esta sórdida historia: Marisa Paredes como Charlotte, Nuria Gallardo como Eva, el cántabro Chema Muñoz como Viktor y Pilar Gil como Helena. Marisa Paredes era la gran expectativa de la noche y, sin embargo, no logró convencer por completo. Aun mostrando una presencia escénica imponente –elegantemente vestida de Sybila–, su visión del personaje resultó gestualmente exagerada, dando al tiempo impresión de permanecer al margen de la trama que allí tenía lugar. Nuria Gallardo tuvo un comienzo poco afortunado, hiperactuando y subrayando incisivamente de modo innecesario sus primeras alocuciones a la madre; no obstante, fue remontando a lo largo de la obra, hasta llegar a su gran momento, que sin duda fue el descarnado enfrentamiento maternofilial, donde se hizo con la situación frente a Paredes, poniendo fuego y entrega. Chema Muñoz resultó correcto en su secundario papel y Pilar Gil trabajó bien su difícil e ingrato personaje, aunque tal vez hubiera sido preferible restarle presencia para hacerlo simbólicamente más eficaz.
Correcta fue también la escenografía (a base de pocos elementos y con unos paneles deslizantes de fondo que dejaban apenas entrever unos acebos). La iluminación insistió en la creación de ambientes oscuros, obteniéndose en algún momento imágenes de gran belleza: al comienzo mismo, el ventanal con Viktor de pie y Eva sentada con la carta en las manos y la tenue luz parecía un Vermeer. En la que es la gran escena de la obra, como se ha dicho, se opta por una blanca y violenta iluminación cenital que subrayó las aristas del escabroso tema. La tensión del diálogo y la trama se suavizaba de vez en vez con un negro súbito. Sorprendentemente lenta, sin embargo, resulta la dirección de Plaza, que excede en media hora al original, aun prescindiendo de algunos elementos presentes en la película.
Al final, una carta abre una puerta a la esperanza ante un conflicto –el del canibalismo entre el arte y la persona– que lleva siglos esperando solución.

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