A Camille Saint-Saëns le gustaba mucho el cine. Aun pudiendo considerarle como compositor de refinado academicismo, no vaciló en ser uno de los grandes músicos pioneros a la hora de componer una banda sonora para una película, El asesinato del Duque de Guisa, en los primerísimos comienzos del siglo XX. Tal vez esa tendencia hacia una acción que trascendía los límites de un mero escenario latía en él, aun sin apenas sospecharlo, cuando decidió alumbrar su ópera Samson et Dalila, una ópera que presenta gráficas pinceladas de una suerte de peplum (en este caso de hebreos) concebido muy avant la lettre.
Inspirado en el bíblico Libro de los Jueces, el libreto de Samson et Dalila recoge sintéticamente sus episodios esenciales: el ascenso y gloria de Sansón, la traición de Dalila y la ulterior venganza y consiguiente muerte del héroe, valiéndose así de un material dramático muy distinto del que usara Haendel en su oratorio Samson: mientras el músico germano-británico subraya la importancia exclusiva de su personaje principal, dejando a Dalila relegada a una mera presencia a modo de recuerdo del pasado, Saint-Saëns incorpora a la fémina con plenitud a su obra, buscando una casi cinematográfica contraposición de caracteres y concediendo a la bella filistea relevancia continuada a lo largo del drama, desde su entrada en el primer acto hasta la confesión del tercero. Seductora pérfida e irresistible, Dalila va armada con tres arias imponentes que exploran los registros más ventajosos de la voz de mezzosoprano: Printemps qui commence, sencilla de línea pero con muchos detalles y ambigüedades cromáticas; Amour, viens aider ma faiblesse, en la que la sensualidad venenosa de la filistea se adorna con peligrosas vocalizaciones; y finalmente Mon coeur s’ouvre à ta voix, con dos temas que se complementan: uno sencillo, de engañosa inocencia, y otro cargado de espasmos cromáticos a los que Sansón no se podrá resistir. Esta última aria se inserta dentro de una vasta secuencia calificada a menudo erróneamente como “dúo de amor”, cuando se trata en realidad de otra cosa bien distinta: Sansón expresa un deseo sexual cargado al tiempo de culpabilidad trágica, mientras Dalila hace evidentes sus engaños de serpiente. Para reforzar la tensión de esta escena, Saint-Saëns hace concluir las dos estrofas del aria de Dalila con las dos agudas exclamaciones de Sansón: “Dalila, je t’aime”.
El primer acto de la ópera tiene un claro predominio coral, yuxtaponiendo el sufrimiento de los hebreos y el heroísmo de Sansón con la sensualidad indecorosa de los filisteos, en tanto que el tercero, que se abre con la escena de Sansón y los gritos desolados de los hebreos, da paso a otra de distinta tradición lírica, la de la opéra-ballet francesa, donde se incluye también la conocida Bacanal, seguramente la página más famosa de la partitura. Tras esta orgía de perfume orientalista, el dúo en canon de Dalila y el Gran Sacerdote, con intervención de coro y percusión, instala una atmósfera de falsa alegría que, siguiendo los habituales preceptos dramáticos, precede y conduce al cataclismo final.
A pesar de no haber sido excesivamente bien acogida en su primera representación, el éxito y la innovación de esta ópera-oratorio de Saint-Saëns acabó por admitirse, residiendo, tal vez, en la inesperada síntesis de elementos dispares que el músico francés consigue fundir en una forma original: en ella está presente el Wagner de la dramaturgia hierática construida sobre la orquestación, también el gusto francés por el ritmo y el color (como en Delibes y Bizet) y la sensualidad melódica de los italianos, así como la tradición barroca (Bach y Haendel) y las riquezas armónicas propias de su tiempo. Temáticamente, aparte de la obvia referencia bíblica, la presencia remota de la tragedia griega (el personaje invencible con un determinante “talón de Aquiles”), la tradición misógina y el gusto orientalizante tan propio del último tramo del siglo XIX, constituyen un mosaico de influencias que, aun resultando pintoresco, precisamente por ello no deja indiferente.
Inspirado en el bíblico Libro de los Jueces, el libreto de Samson et Dalila recoge sintéticamente sus episodios esenciales: el ascenso y gloria de Sansón, la traición de Dalila y la ulterior venganza y consiguiente muerte del héroe, valiéndose así de un material dramático muy distinto del que usara Haendel en su oratorio Samson: mientras el músico germano-británico subraya la importancia exclusiva de su personaje principal, dejando a Dalila relegada a una mera presencia a modo de recuerdo del pasado, Saint-Saëns incorpora a la fémina con plenitud a su obra, buscando una casi cinematográfica contraposición de caracteres y concediendo a la bella filistea relevancia continuada a lo largo del drama, desde su entrada en el primer acto hasta la confesión del tercero. Seductora pérfida e irresistible, Dalila va armada con tres arias imponentes que exploran los registros más ventajosos de la voz de mezzosoprano: Printemps qui commence, sencilla de línea pero con muchos detalles y ambigüedades cromáticas; Amour, viens aider ma faiblesse, en la que la sensualidad venenosa de la filistea se adorna con peligrosas vocalizaciones; y finalmente Mon coeur s’ouvre à ta voix, con dos temas que se complementan: uno sencillo, de engañosa inocencia, y otro cargado de espasmos cromáticos a los que Sansón no se podrá resistir. Esta última aria se inserta dentro de una vasta secuencia calificada a menudo erróneamente como “dúo de amor”, cuando se trata en realidad de otra cosa bien distinta: Sansón expresa un deseo sexual cargado al tiempo de culpabilidad trágica, mientras Dalila hace evidentes sus engaños de serpiente. Para reforzar la tensión de esta escena, Saint-Saëns hace concluir las dos estrofas del aria de Dalila con las dos agudas exclamaciones de Sansón: “Dalila, je t’aime”.
El primer acto de la ópera tiene un claro predominio coral, yuxtaponiendo el sufrimiento de los hebreos y el heroísmo de Sansón con la sensualidad indecorosa de los filisteos, en tanto que el tercero, que se abre con la escena de Sansón y los gritos desolados de los hebreos, da paso a otra de distinta tradición lírica, la de la opéra-ballet francesa, donde se incluye también la conocida Bacanal, seguramente la página más famosa de la partitura. Tras esta orgía de perfume orientalista, el dúo en canon de Dalila y el Gran Sacerdote, con intervención de coro y percusión, instala una atmósfera de falsa alegría que, siguiendo los habituales preceptos dramáticos, precede y conduce al cataclismo final.
A pesar de no haber sido excesivamente bien acogida en su primera representación, el éxito y la innovación de esta ópera-oratorio de Saint-Saëns acabó por admitirse, residiendo, tal vez, en la inesperada síntesis de elementos dispares que el músico francés consigue fundir en una forma original: en ella está presente el Wagner de la dramaturgia hierática construida sobre la orquestación, también el gusto francés por el ritmo y el color (como en Delibes y Bizet) y la sensualidad melódica de los italianos, así como la tradición barroca (Bach y Haendel) y las riquezas armónicas propias de su tiempo. Temáticamente, aparte de la obvia referencia bíblica, la presencia remota de la tragedia griega (el personaje invencible con un determinante “talón de Aquiles”), la tradición misógina y el gusto orientalizante tan propio del último tramo del siglo XIX, constituyen un mosaico de influencias que, aun resultando pintoresco, precisamente por ello no deja indiferente.
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Se verá... y se escribirá. Besos.