DE LA AGONÍA A LA CELEBRACIÓN

Dentro de la programación de los Marcos Históricos del Festival Internacional de Santander tuvimos ocasión en el pasado viernes de disfrutar, en la dieciochesca Iglesia de San Martín de Cigüenza, del recital de clave impartido por el brasileño Nicolau de Figueiredo, en una cita más de las que este espléndido intérprete tiene previstas en su paso por España. La convocatoria encontró una excelente acogida por parte del público, dado que la Iglesia se llenó en su totalidad e incluso hubo bastantes problemas para acomodar a los últimos asistentes, aun sin llegar al motín acaecido hace escasos días en la localidad de Colindres por causa de la magnífica organización del concierto "histórico" de turno. Para que luego haya quien piense que al público melómano sólo le gustan las orquestas… Por eso será que en este año en el FIS tenemos tantas.
El caso es que la calidad acústica de la Iglesia de San Martín propició el viernes la adecuada percepción de la belleza de un concierto que, como era de esperar, resultó sencillamente extraordinario. Instrumento, sólo uno: el clave. El programa, español por los cuatro costados, a base de sonatas diversas del catálogo de dos compositores: Domenico Scarlatti (o Domingo Escarlati, como él mismo gustaba de firmar) y Antonio Soler. Aunque parezca una perogrullada, la excelencia de la composición española comenzó mucho antes de la fatigosa recurrencia de Falla, Albéniz o Granados, algo que con frecuencia pasa inadvertido; la figura de Scarlatti –de la que aquéllos beben– y su prolongada residencia en Madrid al servicio de la princesa María Bárbara de Braganza, fue un azar y un regalo de impresionante magnitud para la música española.
La presencia de Nicolau de Figueiredo en escena es cálida e íntima, de una elegancia sin artificio. Tras unas breves palabras de presentación en español, acometió directamente el programa, en el que hubo escasísimas interrupciones, tan sólo dos: las estrictamente indispensables para descansar de una interpretación intensa en técnica y sentimiento. Ni siquiera dejó Figueiredo respiro entre sonata y sonata, algo que fue de agradecer, pues así se evitaron los molestos y reiterativos aplausos que suelen afear tanto los conciertos. El clave se comportó con sonora brillantez en los agudos y con una cierta opacidad en los graves ante una ejecución en la que el brasileño demostró una absoluta familiaridad con el repertorio. No en vano fue muy reconocida su grabación hace un par de años de algunas sonatas escarlatianas para el sello Intrada, tanto como lo ha sido su recientísima versión, hace escasos meses, de sonatas de Soler para Passacaille.
En la parte correspondiente a Scarlatti, el programa buscó una alternancia entre sonatas líricas e introspectivas frente a otras más acrobáticas, caso de la trepidante y plena de disonancias K.119 y la bien conocida y apabullante K.141, con sus vertiginosos cruces de manos característicos. Las sonatas fluyeron con absoluta naturalidad, dando prioridad en el resultado a la emoción serena sobre el virtuosismo. No por ello faltaron precisamente bellas ornamentaciones ni trinos arriesgados, pero no como objeto per se, sino bien integrados dentro de la línea melódica. Alguna destemplanza hubo, pero resulta lógico en un programa absolutamente agónico (entendiendo la agonía en su sentido etimológico).
Si buena fue la lectura de Scarlatti, brillantísima resultó la de Soler. Siendo menos sutil el fraile escurialense, aun discípulo de aquél, Figueiredo supo extraer toda la poesía, y más, de sus sonatas. Entre Scarlatti y Soler se produjo el paso de la agonía a la celebración. Alejado de la fastuosidad escarlatiana sin desecharla totalmente, y más próximo a los aires de la danza popular con ropajes cortesanos –tal vez por ello se oyeron en el exterior de la Iglesia de San Martín inoportunos cohetes festivos–, Soler gana seguramente en frescura al compositor napolitano, en detrimento de la profundidad. Figueiredo supo entenderlo a la perfección, ofreciendo una interpretación colorista y sinuosa, bien atenta a los meandros de la melodía.
Precisamente fue exponente de este paradigma el cierre del concierto, con el conocidísimo Fandango de Soler, obra maestra que supone todo un reto para cualquier clavecinista, y que sin duda alguna constituyó lo más excepcional de una noche excepcional en sí misma. En una interpretación plena de sensualidad, viveza, virtuosismo y delicada violencia, las manos de Figueiredo volaron sobre el clave con impecable pulsación, recreando una fantasía llena de gracia y de acrobacias imposibles, y cortando la respiración a un auditorio que creyó tocar el cielo a lo largo de doce interminables minutos.
Por fortuna, ni se requirió ni hubo propina. Lo que procedía, después de aquello, era salir del templo plenamente satisfecho y en silencio.

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