
Decía, entonces, que Manuel Arce “se ha dejado hacer” una nueva antología poética, lo que sin duda es importante concesión. Regresar a los versos juveniles es todo un reto a los ochenta años, reto que no puede acometerse sin red ni sin cuidado. En este sentido, la selección que aparece en la editorial Icaria –Antología poética, 1947-1954–, de la mano de Juan Antonio González Fuentes, aunque con expresa revisión de Manuel Arce, es una selección breve y cautelosa, circunscrita básicamente a tres poemarios: el ya mencionado Llamada (1949), Sombra de un amor (1952) y Biografía de un desconocido (1954). Desde la lectura de estos poemas nos acercamos a un Arce que no nos resulta extraño –no creo que íntimamente haya cambiado mucho, al menos en lo que yo conozco– pero sí más expuesto, dado que ese es el carácter natural del verso: desnudar, evidenciar lo que la obvia superficie oculta. Así pues, desde su poesía podemos acceder a un Manuel Arce veinteañero preocupado por el paso del tiempo (“Vida”), para quien el otoño es la obsesión que materializa ese transcurrir y su consecuente decadencia (“Llegada del otoño”), un tema que le preocupa especialmente en Llamada; asistimos a las huellas del enamoramiento y el afecto en el joven corazón (“La carta”), a la vez que a un cierto dolor por el entorno circundante (“Elegía por todos”), como temas predominantes en Sombra de un amor; y se nos hace partícipes, también, de referencias literarias (“Carta abierta a Walt Whitman”) y de preocupaciones estéticas, que abarcan desde su particular uso del verso (alternancia del verso rimado, con especial dedicación al soneto e incluso a estrofas populares, y el verso libre) a su particular concepción de la poesía como género de observación, específicamente sencilla en vestidura por la cotidianidad de su objeto. En Biografía de un desconocido esta preocupación se hace notable, y lo metapoético se funde con lo temporal, en una suerte de identificación entre verdad, atención, poesía y presente: “Pertenece/ ya a mis ojos./ Tañe mi aliento/ enloquecidamente:/ es ya mi canto, mi existencia./…/ Si canto cosas que contemplo/ es porque tienen mi presente”. El poeta que no atiende a la contemplación de la vida es interpelado con ironía: “Quieres llenar tu verso/ de refulgentes oros; saber que estás quemando/ un algo misterioso/…/ y pides a Dios ardien-/ temente, oh doloroso/ mendigo lo que día/ a día ven tus ojos”.
Tras la edición facsímil del conjunto de números de La Isla de los Ratones que publicó Visor en 2006, esta antología poética viene a remover las aguas de ese pasado que Manuel Arce contemplaba –sus “lanchas humedecidas de noviembre”– con ojos de poeta: bien abiertos.
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