Reiteradamente presentada como conmemoración del cuarto centenario del enigmático dramaturgo toledano Francisco de Rojas Zorrilla –nacido en 1607 y muerto cuarenta años más tarde en oscuras circunstancias–, la representación de Del Rey abajo, ninguno en el Palacio de Festivales de Cantabria en este fin de semana no necesita de justificación alguna. Tampoco quizá merezcan atención excesiva las dudas y contradudas suscitadas en torno a la autoría de la obra, que en un primer momento –hacia 1650– apareció publicada bajo el nombre de Calderón de la Barca hasta que este mismo la señaló, junto a algunas otras que también se le atribuían indebidamente, como apócrifa. De forma póstuma se le endosó a Rojas Zorrilla una autoría que la crítica especializada –con MacCurdy a la cabeza– está empeñada en desmantelar, en beneficio de una teoría colectiva que resulta un tanto extraña. En todo caso, desde que nos han hecho desconfiar hasta de la existencia de Shakespeare, casi es mejor obrar como los niños y creer a ciegas en los Reyes Magos, o lo que es lo mismo, en los dramaturgos de siempre y comm’il faut.
Sea quien fuere, pues, el autor, lo cierto es que Del Rey abajo, ninguno cosechó ya en su momento un éxito notable, y todavía en el siglo XVIII fue representada con asiduidad. La obra ciertamente no era original, en tanto desarrollaba un argumento al servicio de los tópicos habituales de la época: distancia nobles-villanos y corte-aldea, amor puro frente a amor lascivo, honor mancillado quién te desmancillará, autoridad incuestionable del Rey… En fin, todos los lugares comunes que ya había sentado previamente Lope de Vega en sus múltiples obras, escritas –al modo de Lucano– stans pede in uno. No obstante lo cual, la pieza es capaz de recabar todavía nuestro interés, precisamente por la perspectiva que nos otorga el tiempo y el hallarnos al margen de los condicionantes pautados por la sociedad del momento. Y hay que decir que a ello contribuye, sin vacilación alguna, el montaje realizado por la Compañía Nacional de Teatro Clásico –que ya se había atrevido en otras dos ocasiones a dar cobijo a sendas obras de Rojas Zorrilla: Entre bobos anda el juego y un “adoptado” Abre el ojo visto en Santander–, bajo la dirección de Laila Ripoll.
La labor de Ripoll constituye un absoluto acierto; un acierto que se detecta incluso desde el propio texto por ella firmado en el programa de mano: atinado y sólidamente imbuido del espíritu del teatro barroco. Por lo demás, la trayectoria profesional de Laila Ripoll es sobradamente conocida y reconocida: Premio Ojo Crítico de Radio Nacional de España en 2002, finalista del Premio Nacional de Literatura Dramático por Atra Bilis también en 2002, y finalista en 2003 en los Premios Max como mejor autora dramática en castellano por el mismo montaje. La versión de Ripoll –y ello no es tanto un demérito como una mera constatación– no resulta precisamente arriesgada; antes bien, su baza más fuerte estriba en su extraordinaria fidelidad al texto –y al contexto– y en la brillante ambientación epocal, para lo que se sirve de una interesantísima intervención de lo musical que estimo que no ha sido suficientemente subrayada. La delicadeza del grupo integrado por Melissa Castillo, Mabel Ruiz, Rodrigo Muñoz y Arquímedes Artal, aparte de evitarnos la siempre estridente y artificial inclusión de música por altavoces, supo enfatizar con piezas barrocas de, entre otros, Juan Blas de Castro, José Marín y Juan Hidalgo, las inflexiones fundamentales de la trama; la propia apertura del montaje con una zarabanda, pieza arquetípica –también presagio– de amor y muerte, no supuso más que el comienzo de un acertadísimo repertorio musical oscilante entre la burla y la tragedia que, además, refleja con propiedad el auténtico ambiente de las representaciones del Siglo de Oro.
Con unos recursos escénicos harto sencillos pero muy eficaces y con un vestuario clásico pero al tiempo de exquisito gusto (señas de identidad de la Compañía Nacional de Teatro Clásico), el montaje de Laila Ripoll brilló esencialmente en dos aspectos, aparte del musical ya reseñado: la excelente dirección de actores, que resultó fresca en una obra tan jerarquizada, y la interpretación de estos. Mencionar a unos por encima de otros es tarea difícil, aunque debamos resaltar sin duda a Joaquín Notario, Pepa Pedroche y José Luis Santos. Joaquín Notario, en su extraordinaria expresividad, logra algo difícil de su Don García: que pierda su acartonado carácter y se torne un personaje vibrante que sufre, paradójica víctima de sus estereotipos. De Pepa Pedroche como Doña Blanca deben destacarse su emotividad y elegancia, acentuadas por su bellísima voz. José Luis Santos como el execrable Don Mendo da una lección de caballero que no pierde su esencia a pesar de su debilidad carnal. Los personajes cómicos de Montse Díez (Teresa) y sobre todo Toni Misó (Bras) también explotaron todas sus posibilidades, y lo mismo cabe decir del resto: los Reyes, el bobo Miguel Cubero y la hierática Ione Irazábal, y Juan Meseguer como mítico Conde de Orgaz.
Del Rey abajo, ninguno incide en lo terrible de un factor que en este tipo de obras sólo se sugiere: el silencio. El verdadero drama de Don García es el no poder hablar, como mantiene en su espeluznante monólogo tras la expulsión de Don Mendo y más tarde en su encuentro con el Conde de Orgaz. Callar o matar es el dilema, que se resuelve con la sangre del impío, las palabras –al fin– de Don García y un suspiro aliviado en nuestro gesto.
Sea quien fuere, pues, el autor, lo cierto es que Del Rey abajo, ninguno cosechó ya en su momento un éxito notable, y todavía en el siglo XVIII fue representada con asiduidad. La obra ciertamente no era original, en tanto desarrollaba un argumento al servicio de los tópicos habituales de la época: distancia nobles-villanos y corte-aldea, amor puro frente a amor lascivo, honor mancillado quién te desmancillará, autoridad incuestionable del Rey… En fin, todos los lugares comunes que ya había sentado previamente Lope de Vega en sus múltiples obras, escritas –al modo de Lucano– stans pede in uno. No obstante lo cual, la pieza es capaz de recabar todavía nuestro interés, precisamente por la perspectiva que nos otorga el tiempo y el hallarnos al margen de los condicionantes pautados por la sociedad del momento. Y hay que decir que a ello contribuye, sin vacilación alguna, el montaje realizado por la Compañía Nacional de Teatro Clásico –que ya se había atrevido en otras dos ocasiones a dar cobijo a sendas obras de Rojas Zorrilla: Entre bobos anda el juego y un “adoptado” Abre el ojo visto en Santander–, bajo la dirección de Laila Ripoll.
La labor de Ripoll constituye un absoluto acierto; un acierto que se detecta incluso desde el propio texto por ella firmado en el programa de mano: atinado y sólidamente imbuido del espíritu del teatro barroco. Por lo demás, la trayectoria profesional de Laila Ripoll es sobradamente conocida y reconocida: Premio Ojo Crítico de Radio Nacional de España en 2002, finalista del Premio Nacional de Literatura Dramático por Atra Bilis también en 2002, y finalista en 2003 en los Premios Max como mejor autora dramática en castellano por el mismo montaje. La versión de Ripoll –y ello no es tanto un demérito como una mera constatación– no resulta precisamente arriesgada; antes bien, su baza más fuerte estriba en su extraordinaria fidelidad al texto –y al contexto– y en la brillante ambientación epocal, para lo que se sirve de una interesantísima intervención de lo musical que estimo que no ha sido suficientemente subrayada. La delicadeza del grupo integrado por Melissa Castillo, Mabel Ruiz, Rodrigo Muñoz y Arquímedes Artal, aparte de evitarnos la siempre estridente y artificial inclusión de música por altavoces, supo enfatizar con piezas barrocas de, entre otros, Juan Blas de Castro, José Marín y Juan Hidalgo, las inflexiones fundamentales de la trama; la propia apertura del montaje con una zarabanda, pieza arquetípica –también presagio– de amor y muerte, no supuso más que el comienzo de un acertadísimo repertorio musical oscilante entre la burla y la tragedia que, además, refleja con propiedad el auténtico ambiente de las representaciones del Siglo de Oro.
Con unos recursos escénicos harto sencillos pero muy eficaces y con un vestuario clásico pero al tiempo de exquisito gusto (señas de identidad de la Compañía Nacional de Teatro Clásico), el montaje de Laila Ripoll brilló esencialmente en dos aspectos, aparte del musical ya reseñado: la excelente dirección de actores, que resultó fresca en una obra tan jerarquizada, y la interpretación de estos. Mencionar a unos por encima de otros es tarea difícil, aunque debamos resaltar sin duda a Joaquín Notario, Pepa Pedroche y José Luis Santos. Joaquín Notario, en su extraordinaria expresividad, logra algo difícil de su Don García: que pierda su acartonado carácter y se torne un personaje vibrante que sufre, paradójica víctima de sus estereotipos. De Pepa Pedroche como Doña Blanca deben destacarse su emotividad y elegancia, acentuadas por su bellísima voz. José Luis Santos como el execrable Don Mendo da una lección de caballero que no pierde su esencia a pesar de su debilidad carnal. Los personajes cómicos de Montse Díez (Teresa) y sobre todo Toni Misó (Bras) también explotaron todas sus posibilidades, y lo mismo cabe decir del resto: los Reyes, el bobo Miguel Cubero y la hierática Ione Irazábal, y Juan Meseguer como mítico Conde de Orgaz.
Del Rey abajo, ninguno incide en lo terrible de un factor que en este tipo de obras sólo se sugiere: el silencio. El verdadero drama de Don García es el no poder hablar, como mantiene en su espeluznante monólogo tras la expulsión de Don Mendo y más tarde en su encuentro con el Conde de Orgaz. Callar o matar es el dilema, que se resuelve con la sangre del impío, las palabras –al fin– de Don García y un suspiro aliviado en nuestro gesto.
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