La Muestra Internacional de Teatro Contemporáneo, que cuenta ya con dieciocho años de existencia, y en la que colaboran la Obra Social de Caja Cantabria y el Vicerrectorado de la Universidad de Cantabria, se ha clausurado con la esperada representación del Borges+Goya de La Carnicería Teatro, la compañía que ha llevado a escena obras bien conocidas y polémicas como Compré una pala en Ikea para cavar mi tumba o Jardinería humana, tildadas habitualmente como “transgresoras” por un determinado sector de la crítica.
Si, como es sabido, algo ha hecho célebres los montajes de Rodrigo García –dramaturgo y a la sazón director de la compañía– es su adicción en escena a una estética de irreverencia, música desaforada, sexo, desperdicios y violencia. A esta estética se ha ligado indisolublemente una postura crítica ante las hipocresías sociales y ante la adoración del becerro de oro del consumo, aunque tal vez el metafórico conjunto buscaba más –o quizá lograba en mayor medida– la arcada por física saturación que una concienciación asumida y reflexiva. Borges+Goya supone, por contra, la arcada de García ante los riesgos emboscados en su propio teatro, ante la posibilidad de ver convertirse su estética-protesta en materia normativa de espectáculo.
La respuesta ha sido un planteamiento mucho más modesto en recursos escénicos –también en escatologías– que lo que suele ser habitual en el dramaturgo hispano-argentino y una concesión absoluta de protagonismo al texto; en particular, la obra consiste en dos monólogos relativos a los dos personajes aludidos, sin un claro hilo conductor entre ellos, con el único apoyo de unas proyecciones y de unas intervenciones de música electrónica y música disco a elevado volumen como introducción a los textos sobre Borges y Goya respectivamente. En el caso del primer monólogo, la proyección resultó más obvia y al tiempo más a tono con los postulados habituales de García: una imagen de Borges agitando la cabeza al mismo ritmo de esos perrillos que ocupaban la trasera de algunos coches setenteros, combinada con una imagen de uno de los perros en cuestión –que en el caso de Borges encarna a la vez la idea de perro lazarillo y de animal sumiso–, escenas de protestas en las calles argentinas en paralelo con escenas de corte y despiece de carne, y varias tomas de una felación y una penetración anal. El texto, potente, agresivo y bien construido, con un humor que bien podría considerarse vitriólico, pone el dedo en la llaga de varios asuntos trascendentes: la doble vertiente de Borges como gran escritor y como gran encubridor del régimen de Videla, pero también la tortuosa relación entre cualquier artista y el compromiso, el desaliento del aspirante a escritor, la deconstrucción de los mitos, las carencias e inquietudes espirituales, la decepción o el asombro que insuflamos en los otros, la perversión de las relaciones humanas, el desánimo interior y las resoluciones que inspira. “Lo vi en el café Tortoni a Borges con la secretaria y el secretario y con Octavio Paz, el poeta que nunca se mojó por nada ni nadie, el poeta condecorado, el poeta insignia. Ahí estaban sentados los dos poetas insignia, los que nunca se mojaron por nadie, y al fondo unos desconocidos jugaban al billar”. El cántabro Juan Loriente, con seguridad un alter ego de García, enuncia el monólogo cínica y brillantemente (a pesar de un par de fallos de memoria) con voz y pose muy logradas, como de autómata diabólico, mientras rocía la manzana de la esperanza con veneno para acabar por ingerirla en un acceso de puro desencanto. El texto, encargado a García en el marco de un homenaje a Borges, parece que no fue del gusto de María Kodama…
Como puente entre los dos monólogos se escenifica en una nueva proyección el Duelo a garrotazos de Francisco de Goya. Actores de La Carnicería batean el aire con gestos extremos durante cerca de diez minutos, en una propuesta visual cuya densa poética se desmorona ante su excesiva duración. A continuación entra en escena el argentino Gonzalo Cunill a ritmo de una canción discotequera y con un absurdo disfraz de muñeco gigantesco con indumento del Atlético de Madrid. En esta ocasión Goya constituye mera excusa –el deseo del hombre-muñeco de llevar a sus hijos a ver las Pinturas Negras al Prado por la noche– para presentar a un personaje de profesión perdedor y sin futuro, que lucha contra unos chicos con más formación académica que él y al tiempo con más deformación ética (los niños prefieren Disneyworld al Prado). “Vamos a ir al Prado. Con la mochila a tope de droga, bocatas de tortilla, y birra y Macallan. Y piedras para romper las ventanas. Y la sangre haciendo bum bum. Una fiesta”. En este monólogo García desciende notablemente en la calidad literaria, y a pesar de sus momentos interesantes o divertidos, que los hay (como la hilarante y muy traída por los pelos mención al filósofo Peter Sloterdijk), la propuesta queda en mera anécdota aguda de salón (más bien de bar), sin mayores pretensiones que las de denunciar pseudoamablemente la frustración de expectativas de la generación de los que ya han cruzado los cuarenta. La intervención de este extraño personaje termina abruptamente, y con ella, así mismo, la obra.
Borges+Goya resulta, pues, una propuesta desigual en temática y calidad, lastrada por su propia estructura desdoblada. El propio Rodrigo García lo admite al aceptar que no entiende por qué ha situado a ambos personajes juntos en un mismo espectáculo. Sin embargo, estos dos fantasmas y sus cadenas y desvanes son transeúntes habituales de la vida cotidiana. En esa extrañeza, tal vez, esté la clave.
Si, como es sabido, algo ha hecho célebres los montajes de Rodrigo García –dramaturgo y a la sazón director de la compañía– es su adicción en escena a una estética de irreverencia, música desaforada, sexo, desperdicios y violencia. A esta estética se ha ligado indisolublemente una postura crítica ante las hipocresías sociales y ante la adoración del becerro de oro del consumo, aunque tal vez el metafórico conjunto buscaba más –o quizá lograba en mayor medida– la arcada por física saturación que una concienciación asumida y reflexiva. Borges+Goya supone, por contra, la arcada de García ante los riesgos emboscados en su propio teatro, ante la posibilidad de ver convertirse su estética-protesta en materia normativa de espectáculo.
La respuesta ha sido un planteamiento mucho más modesto en recursos escénicos –también en escatologías– que lo que suele ser habitual en el dramaturgo hispano-argentino y una concesión absoluta de protagonismo al texto; en particular, la obra consiste en dos monólogos relativos a los dos personajes aludidos, sin un claro hilo conductor entre ellos, con el único apoyo de unas proyecciones y de unas intervenciones de música electrónica y música disco a elevado volumen como introducción a los textos sobre Borges y Goya respectivamente. En el caso del primer monólogo, la proyección resultó más obvia y al tiempo más a tono con los postulados habituales de García: una imagen de Borges agitando la cabeza al mismo ritmo de esos perrillos que ocupaban la trasera de algunos coches setenteros, combinada con una imagen de uno de los perros en cuestión –que en el caso de Borges encarna a la vez la idea de perro lazarillo y de animal sumiso–, escenas de protestas en las calles argentinas en paralelo con escenas de corte y despiece de carne, y varias tomas de una felación y una penetración anal. El texto, potente, agresivo y bien construido, con un humor que bien podría considerarse vitriólico, pone el dedo en la llaga de varios asuntos trascendentes: la doble vertiente de Borges como gran escritor y como gran encubridor del régimen de Videla, pero también la tortuosa relación entre cualquier artista y el compromiso, el desaliento del aspirante a escritor, la deconstrucción de los mitos, las carencias e inquietudes espirituales, la decepción o el asombro que insuflamos en los otros, la perversión de las relaciones humanas, el desánimo interior y las resoluciones que inspira. “Lo vi en el café Tortoni a Borges con la secretaria y el secretario y con Octavio Paz, el poeta que nunca se mojó por nada ni nadie, el poeta condecorado, el poeta insignia. Ahí estaban sentados los dos poetas insignia, los que nunca se mojaron por nadie, y al fondo unos desconocidos jugaban al billar”. El cántabro Juan Loriente, con seguridad un alter ego de García, enuncia el monólogo cínica y brillantemente (a pesar de un par de fallos de memoria) con voz y pose muy logradas, como de autómata diabólico, mientras rocía la manzana de la esperanza con veneno para acabar por ingerirla en un acceso de puro desencanto. El texto, encargado a García en el marco de un homenaje a Borges, parece que no fue del gusto de María Kodama…
Como puente entre los dos monólogos se escenifica en una nueva proyección el Duelo a garrotazos de Francisco de Goya. Actores de La Carnicería batean el aire con gestos extremos durante cerca de diez minutos, en una propuesta visual cuya densa poética se desmorona ante su excesiva duración. A continuación entra en escena el argentino Gonzalo Cunill a ritmo de una canción discotequera y con un absurdo disfraz de muñeco gigantesco con indumento del Atlético de Madrid. En esta ocasión Goya constituye mera excusa –el deseo del hombre-muñeco de llevar a sus hijos a ver las Pinturas Negras al Prado por la noche– para presentar a un personaje de profesión perdedor y sin futuro, que lucha contra unos chicos con más formación académica que él y al tiempo con más deformación ética (los niños prefieren Disneyworld al Prado). “Vamos a ir al Prado. Con la mochila a tope de droga, bocatas de tortilla, y birra y Macallan. Y piedras para romper las ventanas. Y la sangre haciendo bum bum. Una fiesta”. En este monólogo García desciende notablemente en la calidad literaria, y a pesar de sus momentos interesantes o divertidos, que los hay (como la hilarante y muy traída por los pelos mención al filósofo Peter Sloterdijk), la propuesta queda en mera anécdota aguda de salón (más bien de bar), sin mayores pretensiones que las de denunciar pseudoamablemente la frustración de expectativas de la generación de los que ya han cruzado los cuarenta. La intervención de este extraño personaje termina abruptamente, y con ella, así mismo, la obra.
Borges+Goya resulta, pues, una propuesta desigual en temática y calidad, lastrada por su propia estructura desdoblada. El propio Rodrigo García lo admite al aceptar que no entiende por qué ha situado a ambos personajes juntos en un mismo espectáculo. Sin embargo, estos dos fantasmas y sus cadenas y desvanes son transeúntes habituales de la vida cotidiana. En esa extrañeza, tal vez, esté la clave.
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