Este fin de semana se ha representado en el Palacio de Festivales de Cantabria Baraka!, texto teatral de la dramaturga holandesa Maria Goos –presente, por cierto, entre el público de la Sala Pereda–, en un montaje dirigido por Josep Maria Mestres y coproducido por Toni Cantó, a la sazón uno de los cuatro actores implicados también en el proyecto.
De entrada, hay que decir que el tema desarrollado por la obra no es original en sí mismo. En el cine, el tópico del reencuentro de amigos maduros –o camino de serlo– en que se ponen de manifiesto y hasta colisionan intereses diversos y bien distintos de los sostenidos por los antaño jóvenes colegas, es eso, un tópico que nos ha legado películas interesantes como Reencuentro, de Lawrence Kasdan, Los amigos de Peter, de Kenneth Branagh o El declive del imperio americano, de Denys Arcand, por citar sólo algunas de las más conocidas y relevantes. El común denominador de este tipo de planteamientos suele ser la reunión en un espacio más o menos cerrado –habitualmente la casa o ámbito privado de alguno de los amigos– que actúa primero como escaparate, casi como incubadora de laboratorio, para terminar deviniendo peligroso catalizador capaz de suscitar las reacciones más inesperadas o incluso indeseadas. En todos estos escenarios se sucede la concepción de la juventud como entelequia y paraíso perdido, como territorio definitivamente entregado a la nostalgia y en consecuencia irrecuperable, no sabemos muy bien si inevitable o tal vez conscientemente. Por lo demás, es bien sabido que al lugar donde se ha sido feliz no se debe tratar de volver, y estos retornos a un pasado dichoso y no exento de idealización acarrean, por estricta aplicación de una suerte de justicia cósmica, un batacazo de proporciones imprevisibles pero siempre dolorosas.
Con semejantes mimbres, Maria Goos entreteje su Baraka! Mimbres que no por conocidos carecen de interés. Igual que el amor, la muerte o la duda continúan siendo temas universales desde el comienzo de los siglos, el dolor de la pérdida es una recurrencia a la que no es fácil que renuncien los humanos. En Baraka! este dolor de la pérdida comienza por mostrar su cara más puramente material –la obligación de devolver unos valiosos cuadros sustraídos de manera dudosa por un funcionario de cultura, homosexual por más señas– para acabar progresivamente adquiriendo visos más espirituales, traducidos no sólo en la descarnada exposición de las ilusiones ajadas, sino también y sobre todo en el último guiño poético, en el intenso tour de force final que cierra el círculo del personaje quizá más respetable de la cuadrilla: precisamente Pieter, ese homosexual ladronzuelo pero enamorado del arte, que termina por suicidarse cuando se le arrebata el objeto de su pasión.
Baraka! ¿Qué es baraka? Baraka es sólo un grito de guerra, un saludo entre colegas, una palabra que incita al encuentro y al desmelene y a la correría juvenil. Con los años, para los amigos que al oírla la decodificaban y se vestían de gamberros para la ocasión, la palabra apenas guarda ya sentido, sabe a viejo, es amarga. Es lo malo de los gritos de guerra: cuando la guerra se acaba, sus enseñas se desmoronan y dejan sólo hiel entre los labios.
Dado que los componentes de la obra tienden de natural a la melancolía, Goos opta por sumergir su texto en la comedia. Los años que se han ido, la familia que naufraga ante las ambiciones políticas, la razón perdida entre la cocaína y los psiquiátricos, los problemas derivados de una vivencia insana del sexo… todo ello se somete al prisma de la risa, que es más implacable en ocasiones que el del llanto. Baraka! es una obra en la que todos se ríen y nadie se entiende: los amigos sonriendo se desprecian entre sí y suscitan igualmente una leve sonrisa de tierno desprecio en el espectador. Todos hablan lenguajes diferentes (caso extremo es el del políglota “diálogo” entre la prostituta rusa y Jan, el político) en que la comprensión recíproca está a priori descartada.
El montaje de Mestres, limpio y cuidado, aunque sin riesgos, con un uso acusado de la música como elemento formal de tránsito entre escenas, subraya estos aspectos. Toni Cantó como el indecente político Jan, Juan Carlos Martín como el “colocado” y enajenado abogado Tom, Marcial Álvarez como el decadente y “obsexo” escenógrafo Marteen, y Juan Fernández como el frustrado historiador del arte Pieter, actores muy televisivos y conocidos todos ellos, sin olvidar a Sonia Ofelia Santos, en su breve pero intenso papel de prostituta, sobreactúan en la búsqueda de esa sonrisa trágica que el tema ineludiblemente requiere… y la vida, tantas veces, también.
De entrada, hay que decir que el tema desarrollado por la obra no es original en sí mismo. En el cine, el tópico del reencuentro de amigos maduros –o camino de serlo– en que se ponen de manifiesto y hasta colisionan intereses diversos y bien distintos de los sostenidos por los antaño jóvenes colegas, es eso, un tópico que nos ha legado películas interesantes como Reencuentro, de Lawrence Kasdan, Los amigos de Peter, de Kenneth Branagh o El declive del imperio americano, de Denys Arcand, por citar sólo algunas de las más conocidas y relevantes. El común denominador de este tipo de planteamientos suele ser la reunión en un espacio más o menos cerrado –habitualmente la casa o ámbito privado de alguno de los amigos– que actúa primero como escaparate, casi como incubadora de laboratorio, para terminar deviniendo peligroso catalizador capaz de suscitar las reacciones más inesperadas o incluso indeseadas. En todos estos escenarios se sucede la concepción de la juventud como entelequia y paraíso perdido, como territorio definitivamente entregado a la nostalgia y en consecuencia irrecuperable, no sabemos muy bien si inevitable o tal vez conscientemente. Por lo demás, es bien sabido que al lugar donde se ha sido feliz no se debe tratar de volver, y estos retornos a un pasado dichoso y no exento de idealización acarrean, por estricta aplicación de una suerte de justicia cósmica, un batacazo de proporciones imprevisibles pero siempre dolorosas.
Con semejantes mimbres, Maria Goos entreteje su Baraka! Mimbres que no por conocidos carecen de interés. Igual que el amor, la muerte o la duda continúan siendo temas universales desde el comienzo de los siglos, el dolor de la pérdida es una recurrencia a la que no es fácil que renuncien los humanos. En Baraka! este dolor de la pérdida comienza por mostrar su cara más puramente material –la obligación de devolver unos valiosos cuadros sustraídos de manera dudosa por un funcionario de cultura, homosexual por más señas– para acabar progresivamente adquiriendo visos más espirituales, traducidos no sólo en la descarnada exposición de las ilusiones ajadas, sino también y sobre todo en el último guiño poético, en el intenso tour de force final que cierra el círculo del personaje quizá más respetable de la cuadrilla: precisamente Pieter, ese homosexual ladronzuelo pero enamorado del arte, que termina por suicidarse cuando se le arrebata el objeto de su pasión.
Baraka! ¿Qué es baraka? Baraka es sólo un grito de guerra, un saludo entre colegas, una palabra que incita al encuentro y al desmelene y a la correría juvenil. Con los años, para los amigos que al oírla la decodificaban y se vestían de gamberros para la ocasión, la palabra apenas guarda ya sentido, sabe a viejo, es amarga. Es lo malo de los gritos de guerra: cuando la guerra se acaba, sus enseñas se desmoronan y dejan sólo hiel entre los labios.
Dado que los componentes de la obra tienden de natural a la melancolía, Goos opta por sumergir su texto en la comedia. Los años que se han ido, la familia que naufraga ante las ambiciones políticas, la razón perdida entre la cocaína y los psiquiátricos, los problemas derivados de una vivencia insana del sexo… todo ello se somete al prisma de la risa, que es más implacable en ocasiones que el del llanto. Baraka! es una obra en la que todos se ríen y nadie se entiende: los amigos sonriendo se desprecian entre sí y suscitan igualmente una leve sonrisa de tierno desprecio en el espectador. Todos hablan lenguajes diferentes (caso extremo es el del políglota “diálogo” entre la prostituta rusa y Jan, el político) en que la comprensión recíproca está a priori descartada.
El montaje de Mestres, limpio y cuidado, aunque sin riesgos, con un uso acusado de la música como elemento formal de tránsito entre escenas, subraya estos aspectos. Toni Cantó como el indecente político Jan, Juan Carlos Martín como el “colocado” y enajenado abogado Tom, Marcial Álvarez como el decadente y “obsexo” escenógrafo Marteen, y Juan Fernández como el frustrado historiador del arte Pieter, actores muy televisivos y conocidos todos ellos, sin olvidar a Sonia Ofelia Santos, en su breve pero intenso papel de prostituta, sobreactúan en la búsqueda de esa sonrisa trágica que el tema ineludiblemente requiere… y la vida, tantas veces, también.
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