EQUÍVOCO SABOR DE LA NOSTALGIA

Este fin de semana ha tenido lugar en el Palacio de Festivales de Cantabria la representación de una obra no exenta de polémica: el brillante Marat-Sade del dramaturgo alemán Peter Weiss, subtitulado “Persecución y asesinato de Marat representado por el grupo teatral de la casa de salud de Charenton bajo la dirección del señor de Sade”. El montaje, dirigido por Andrés Lima y llevado a las tablas por Animalario, ha supuesto el relativo rescate de la versión que en su día hiciera Alfonso Sastre para la puesta en escena que dirigió en 1968 Adolfo Marsillach, si bien con bastantes inclusiones de guiños y referencias a penosos titulares y protagonistas de nuestros periódicos contemporáneos.
Me parece oportuno señalar que la obra reproduce no sólo la vivencia real de un Marqués de Sade recluido en sus últimos años de vida en el “elitista” sanatorio de Charenton, lugar en que solía organizar representaciones interpretadas por los propios internos para los familiares aristócratas y burgueses que allí los habían recluido por su carácter “asocial”, sino también la dilatada trayectoria que la tradición de este artificio teatral viene recorriendo ya desde hace varios siglos, en particular desde el XV. Por aquel entonces, era frecuente que quienes regentaban los manicomios disfrazaran a los internos con ropajes y máscaras y los sacasen a las calles para obtener monedas para la institución; así lo reflejó después Lope de Vega en Los locos de Valencia, que pasa por ser la primera obra europea ambientada en un frenopático, y en la que los avatares de Floriano y Erifila son guías de una situación carnavalesca y esperpéntica. Posteriormente, las representaciones teatrales en los manicomios fueron adquiriendo un carácter terapéutico de (improbable) reinserción, como en el caso del centro de Charenton. Ahora bien, ¿hasta qué punto es posible realizar una simulación de la realidad con enajenados para reintegrarlos en un sistema cuyas normas desconocen o rechazan? De esa insostenible paradoja brota el Marat-Sade, y brota también, obviamente, de la recreación de un enfrentamiento dialéctico entre ambos personajes históricos. Por tanto, en la obra se plantean dos temas: el retorno forzado de los locos al mundo de los dudosamente cuerdos –y lo que eso significa: emprender una auténtica y desmesurada Revolución– y el diálogo entre dos modos de entender el mundo, que pasa por dos posturas desgraciadamente muy actuales –la elitista ensimismada del intelectual solipsista y la demagógica del político falazmente populista–.
Estas conexiones del Marat-Sade con los tiempos que corren hacen que la obra conserve toda su vigencia, aunque en la práctica el texto cuente con más de cuarenta años a las espaldas, por no hablar de su ambientación histórica en la Francia Revolucionaria del Terror. La traducción escénica que ha realizado Animalario pasa por una mirada a la citada versión de Sastre, aunque se me antoja que de un modo bastante más lúdico. Con los ojos del juego –del juego un tanto espantado, de una mueca de carcajada siniestra, si se quiere– debe afrontarse este montaje audaz que incorpora la música, una estética de retransmisión intencionalmente degradada de reality show y unas notas actualizadas al margen del texto original, elementos todos ellos conducentes a la provocación más incómoda y brutal. La muerte, el sexo, la violencia, las convicciones, la política, la idea de Estado y su defensa… todo ello se cuestiona de manera descarnada sobre el escenario, en boca de unos personajes desvencijados por la vida, unos personajes descamisados que se revuelcan entre unas ropas viejas que tan pronto se transforman en sangre o en bandera, unos personajes atroz e insoportablemente lúcidos en su desvarío.
El contraste entre las irreverencias acometidas por los locos en escena (ausencia total de decoro, negación de los poderes tradicionales) y las barbaridades que simultáneamente cometen los cuerdos en el mundo exterior (los centenares de cabezas cercenadas por políticos y verdugos en uso de sus facultades mentales) suscita inmediatamente la pregunta: ¿en qué lado de la verja están los locos? Que uno se halle más o menos de acuerdo con las aserciones sostenidas por la desenfrenada turba de dementes no excluye el horror ante los salvajes hechos refrendados por la Historia.
En estos días se ha insistido en la comparación entre los montajes del 68 y el actual. El equívoco sabor de la nostalgia, como los cantos de sirena, engancha a los viejos navegantes que se recrean en las viejas batallas al calor de la hoguera (aunque muchos ni navegaron ni batallaron), y así he oído ya varias veces que la versión de Marsillach era mejor, y que el ambientillo de aquellos días –represión y tal– era insuperable. Cosas del romanticismo. ¿Acaso es necesario enfrentar dos montajes que distan cuatro décadas entre sí y, sobre todo, el “ambientillo” reinante con cuarenta años de diferencia? Tal vez sea hora de “resetearse” las meninges y percatarnos de que vivimos también hoy en una España convulsa, presa de desórdenes distintos y no menos problemáticos que los que conmocionaban a nuestro país hace cuarenta años, y que los lenguajes y las soluciones pasan por alternativas diferentes. Tal vez sea hora de ir cambiando el disco de la lucha contra el antiguo régimen, indudablemente ominoso, e ir pensando que el gastado merchandaising del 68 ya no nos motiva, que hay que inventarse otro porque ahora son otros los conflictos. Tal vez sea hora de necesitar una nueva horda de desquiciados que nos escupan a la cara que hay unas cuantas cosas que hoy no van bien, no señor… y que el sueño de la razón produce monstruos, siempre.

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