Las programaciones musicales habituales, trufadas siempre por los mismos repertorios, suelen deparar más aburrimiento que otra cosa, aun a pesar del, en ocasiones, supuesto prestigio de los intérpretes. No ha sido infrecuente en la historia más reciente del Festival Internacional de Santander la afluencia de orquestas y directores de cierto renombre que se paseaban por nuestra ciudad más para lucirse y hacer turismo que para ofrecer al “respetable” –no siempre respetado– un producto de calidad aceptable. Por fortuna, en la noche del lunes, penúltima del 56 Festival Internacional de Santander, la Orquesta Royal Concertgebouw, en este caso con un espléndido Bernard Haitink al frente –aunque su titular habitual es el interesantísimo Maris Jansons–, dio muestras de saber lo que traía entre manos.
Con un programa quizá no apto para paladares estrictamente veraniegos o para aficionados de escaso fuelle, la Concertgebouw abordó un repertorio ciertamente atractivo y sorprendente a partes iguales. Los platos se llamaron Wagner y Debussy y resultaron sumamente equilibrados en las dos partes del concierto: Parsifal (“Preludio”, acto I, y “Encantamiento del Viernes Santo”, acto III) y El mar, por un lado, y Seis epígrafes antiguos y la bellísima “Liebestod” de Tristán e Isolda (acto III) como despedida y cierre. El denominador común: tensión y misterio. El marcado nacionalismo de ambos compositores –apuntado como determinante en las notas al programa– no deja de ser una mera anécdota sin trascendencia real en el concierto.
En un principio, ante la propuesta del programa, surgió la sorpresa: ¿por qué Wagner-Debussy/Debussy-Wagner? Tras el Parsifal, en cuya ejecución era fácil abandonarse a la recreación en la memoria del Santo Grial y el malvado Klingsor (y de paso a los improperios que formulara Nietzsche en su Contra Wagner: el Parsifal como obra inmoral que rendía tributo a un ascetismo degenerado), la Concertgebouw acometió impecablemente El Mar, y todo quedó claro... como el agua. Al fin un programa meditado y coherente. El Mar de Debussy es un ensimismamiento. El mismo autor reconocía que el mar ejercía sobre él una atracción difícilmente explicable hasta el punto de considerarlo como un elemento amigo y espiritual, al que había que privar incluso de la “agresión” de los bañistas que, poco agraciados, turbaban sus aguas con sus cuerpos indignos. En la sofisticada simbología que incorpora la obra de Debussy (el agua en las cuerdas graves, los reflejos en las arpas, el oleaje en los platillos, el cielo en los violines, el viento en las maderas y la nave en los metales), que implica a toda la orquesta, la Concertgebouw brilló bajo la apasionada batuta de Haitink –por lo demás, excelente conocedor de la obra del francés-.
La segunda parte del concierto, por inteligente oposición, trajo unas piezas menos conocidas de Debussy pero asombrosamente fascinantes. La orquestación sugerida por Rudolf Escher a mediados de los 70, recoleta y con gran énfasis en la madera, y que obviamente Debussy nunca llegó a conocer, tradujo con elegancia esos seis Epígrafes Antiguos investidos de la sensualidad y el misterio que el poeta Pierre Louÿs atribuyó a su peculiar invención (por otro lado, muy frecuente: el gusto por la arqueología produjo muchos epígrafes y textos clásicos apócrifos): las Canciones de Bilitis, supuesta obra compuesta por esta poetisa turca que, viviendo en Lesbos, le hacía la competencia a Safo en versos y amores por aquellos atardeceres del siglo VI. Como en un jardín encantado, pleno de aromas de oriente, de estatuas vivas, de secretos no descubiertos, las seis piezas discurrieron con elegancia y belleza por obra de una orquesta que parecía realmente inmersa en ese entorno sugestivo. Frente a esta ambientación recogida y vagamente ocultista, el retorno de Wagner con uno de sus momentos más celebrados y hermosos (el "Preludio" de Tristán e Isolda y la escalofriante "Muerte de Amor") supuso el contrapunto perfecto. Pasión absoluta y al tiempo contenida, sin excesos de dramatismo, en una lectura seductora cuyo final natural es, como en pocas obras de la historia de la música, el éxtasis más puro. Isolda ya ha partido al encuentro de Tristán y sólo resta quedarse suspendido en ese final que no admite prolongaciones, porque después sólo procede el silencio. Una enfática propina lohengriana, aunque magnífica, desbarató el hechizo.
Con un programa quizá no apto para paladares estrictamente veraniegos o para aficionados de escaso fuelle, la Concertgebouw abordó un repertorio ciertamente atractivo y sorprendente a partes iguales. Los platos se llamaron Wagner y Debussy y resultaron sumamente equilibrados en las dos partes del concierto: Parsifal (“Preludio”, acto I, y “Encantamiento del Viernes Santo”, acto III) y El mar, por un lado, y Seis epígrafes antiguos y la bellísima “Liebestod” de Tristán e Isolda (acto III) como despedida y cierre. El denominador común: tensión y misterio. El marcado nacionalismo de ambos compositores –apuntado como determinante en las notas al programa– no deja de ser una mera anécdota sin trascendencia real en el concierto.
En un principio, ante la propuesta del programa, surgió la sorpresa: ¿por qué Wagner-Debussy/Debussy-Wagner? Tras el Parsifal, en cuya ejecución era fácil abandonarse a la recreación en la memoria del Santo Grial y el malvado Klingsor (y de paso a los improperios que formulara Nietzsche en su Contra Wagner: el Parsifal como obra inmoral que rendía tributo a un ascetismo degenerado), la Concertgebouw acometió impecablemente El Mar, y todo quedó claro... como el agua. Al fin un programa meditado y coherente. El Mar de Debussy es un ensimismamiento. El mismo autor reconocía que el mar ejercía sobre él una atracción difícilmente explicable hasta el punto de considerarlo como un elemento amigo y espiritual, al que había que privar incluso de la “agresión” de los bañistas que, poco agraciados, turbaban sus aguas con sus cuerpos indignos. En la sofisticada simbología que incorpora la obra de Debussy (el agua en las cuerdas graves, los reflejos en las arpas, el oleaje en los platillos, el cielo en los violines, el viento en las maderas y la nave en los metales), que implica a toda la orquesta, la Concertgebouw brilló bajo la apasionada batuta de Haitink –por lo demás, excelente conocedor de la obra del francés-.
La segunda parte del concierto, por inteligente oposición, trajo unas piezas menos conocidas de Debussy pero asombrosamente fascinantes. La orquestación sugerida por Rudolf Escher a mediados de los 70, recoleta y con gran énfasis en la madera, y que obviamente Debussy nunca llegó a conocer, tradujo con elegancia esos seis Epígrafes Antiguos investidos de la sensualidad y el misterio que el poeta Pierre Louÿs atribuyó a su peculiar invención (por otro lado, muy frecuente: el gusto por la arqueología produjo muchos epígrafes y textos clásicos apócrifos): las Canciones de Bilitis, supuesta obra compuesta por esta poetisa turca que, viviendo en Lesbos, le hacía la competencia a Safo en versos y amores por aquellos atardeceres del siglo VI. Como en un jardín encantado, pleno de aromas de oriente, de estatuas vivas, de secretos no descubiertos, las seis piezas discurrieron con elegancia y belleza por obra de una orquesta que parecía realmente inmersa en ese entorno sugestivo. Frente a esta ambientación recogida y vagamente ocultista, el retorno de Wagner con uno de sus momentos más celebrados y hermosos (el "Preludio" de Tristán e Isolda y la escalofriante "Muerte de Amor") supuso el contrapunto perfecto. Pasión absoluta y al tiempo contenida, sin excesos de dramatismo, en una lectura seductora cuyo final natural es, como en pocas obras de la historia de la música, el éxtasis más puro. Isolda ya ha partido al encuentro de Tristán y sólo resta quedarse suspendido en ese final que no admite prolongaciones, porque después sólo procede el silencio. Una enfática propina lohengriana, aunque magnífica, desbarató el hechizo.
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