Una vez transcurrida la 56ª edición del Festival Internacional de Santander, se supone que es tiempo de hacer balance. Tarea delicada donde las haya, que debe trascender el mero pase de revista e, igualmente, prescindir del nivel del “aplausómetro” –en nuestro FIS se aplaude mucho, a veces demasiado– para centrarse en lo verdaderamente relevante: el catálogo de logros y avances, también el de fracasos o expectativas no cubiertas, con el fin de programar más y mejor en la edición siguiente. Por lo que a mí respecta, debo confesar mi escepticismo en lo tocante a la posibilidad de que tal ejercicio de reflexión se lleve a cabo. Y ello no por otra cosa sino porque las virtudes y defectos del FIS llevan siendo los mismos desde hace ya varias convocatorias –no me atrevería a decir cuántas, pero muchas– sin perspectivas de cambio en lontananza.
Entre lo positivo, cabe citar un ligero incremento en el nivel de los espectáculos ofrecidos con respecto al de las más recientes ediciones. En particular, hemos contado con orquestas de indudable calidad (la City of Birmingham, la English Chamber Orchestra, la Concertgebouw de Amsterdam) y con solistas que, además de exhibir nombre, han sabido dar la talla (Andreas Scholl, Marta Argerich, Elisabeth Batiashvili, Charles Dutoit, Bernard Haitink). La oferta de programas también ha incrementado su interés: no es fácil escuchar arias de Haendel, Porpora o Lotti al margen de festivales específicos de música antigua o música barroca, tampoco es fácil asistir a una acertada combinación de obras de Wagner y Debussy, ni lo es igualmente tener la oportunidad de escuchar la 8ª Sinfonía de Bruckner, por más que, en puridad, ninguna de estas cosas debiera resultar extraordinaria.
Por el contrario, cabe mencionar algunas de las cojeras que el Festival viene padeciendo desde hace ya varios años, para las que no parece haber cataplasma ni ungüento alguno que las alivie, pues cada temporada resultan más notorias. Entre ellas están, en primer lugar, el “entre col y col, lechuga”, o sea, el intercalar entre dos buenos espectáculos uno bien pasable, bien infumable, bien extravagante, tal vez con el propósito de potenciar el sabor de las delicatessen salteadas… Ah, ese “relleno” que en los cojines se agradece pero que en los Festivales estorba, y que no hace sino evidenciar la falta de un “cerebro” de programación, es decir, un criterio homogéneo en cuanto al diseño de la calidad y la oferta. ¿Cómo pueden compartir cartel Kenneth Weiss o Manfredo Kraemer con la Coral Salvé o con el extemporáneo espectáculo “Flash Bit” (y hablando de extemporaneidad: qué decir del que se presentó como “plato fuerte” del Festival, la fantasmal reaparición de la cansada Liza Minelli? A esto se añaden otros inextricables misterios que, según se me comenta, ya trascienden nuestras fronteras (regionales, pero fronteras al fin y a la postre): ¿Por qué la insigne Zulema de la Cruz estrena todos los años? ¿Por qué el Cuarteto Parisii morirá con las botas puestas en el FIS (ya llevan viniendo, más o menos, unos quince años)?
Tela para cortar también nos da la ópera; la ópera del FIS, que cada año desciende otro escalón hacia lo oscuro, en ese extraño empeño de ofrecer un par de montajes cada vez más estrambóticos. Este debiera haber sido un año espectacular en lo operístico, dado el 400 aniversario de “la cosa” (Monteverdi y tal). Pues no. Nos quitaron el sueño con una Sonnambula que ni dormía ni cantaba, y luego nos remataron con una Tosca en que sólo lastimeros ayes ilustraban la tragedia. ¿Por qué no se opta por un solo montaje, pero digno y con cantantes de verdad? Y ya puestos a pedir, ¿qué decir de la práctica ausencia de música contemporánea en el FIS (lo único programado se ha llevado a San Vicente, bien lejos de la capital, por si las moscas)? Sí, ya recuerdo que aquí se pateó a Josep Pons y a Ligeti en jornada memorable… pero no por eso conviene desistir. La segunda mitad del siglo XX musicalmente existe, aunque no sugiera palmas como las del Concierto de Año Nuevo.
Igualmente se detecta una carencia lastimosa de personalidad. El Festival Internacional de Santander poco aporta ya que lo defina como tal. De hecho, nuestro amado FIS suele nutrirse de las actuaciones que tres o cuatro días antes han recalado en la Quincena Musical de San Sebastián, o en el Festival de Santiago, o en el de Perelada (no es de extrañar que se le otorgue en el marco del FIS al exdirector de Perelada “nuestra medalla de oro, consistente en un barco de plata”, según don José Luis Ocejo dixit). Y, para colmo, siempre nos toca oír de segundones, porque las rutilantes estrellas que nos deleitan con sus trinos han pasado siempre previamente por el resto de escenarios. ¿Realmente somos incapaces de diseñar una programación original, un Festival que se distinga del resto por su oferta específica, única?
Tal vez sea tiempo de abrir ventanas, de ventilar estancias. Ojalá el FIS de 2008 nos depare no sólo excelentes espectáculos aislados como los que este año hemos disfrutado, sino una programación integral a la altura de su –cada vez más mermado– prestigio.
Entre lo positivo, cabe citar un ligero incremento en el nivel de los espectáculos ofrecidos con respecto al de las más recientes ediciones. En particular, hemos contado con orquestas de indudable calidad (la City of Birmingham, la English Chamber Orchestra, la Concertgebouw de Amsterdam) y con solistas que, además de exhibir nombre, han sabido dar la talla (Andreas Scholl, Marta Argerich, Elisabeth Batiashvili, Charles Dutoit, Bernard Haitink). La oferta de programas también ha incrementado su interés: no es fácil escuchar arias de Haendel, Porpora o Lotti al margen de festivales específicos de música antigua o música barroca, tampoco es fácil asistir a una acertada combinación de obras de Wagner y Debussy, ni lo es igualmente tener la oportunidad de escuchar la 8ª Sinfonía de Bruckner, por más que, en puridad, ninguna de estas cosas debiera resultar extraordinaria.
Por el contrario, cabe mencionar algunas de las cojeras que el Festival viene padeciendo desde hace ya varios años, para las que no parece haber cataplasma ni ungüento alguno que las alivie, pues cada temporada resultan más notorias. Entre ellas están, en primer lugar, el “entre col y col, lechuga”, o sea, el intercalar entre dos buenos espectáculos uno bien pasable, bien infumable, bien extravagante, tal vez con el propósito de potenciar el sabor de las delicatessen salteadas… Ah, ese “relleno” que en los cojines se agradece pero que en los Festivales estorba, y que no hace sino evidenciar la falta de un “cerebro” de programación, es decir, un criterio homogéneo en cuanto al diseño de la calidad y la oferta. ¿Cómo pueden compartir cartel Kenneth Weiss o Manfredo Kraemer con la Coral Salvé o con el extemporáneo espectáculo “Flash Bit” (y hablando de extemporaneidad: qué decir del que se presentó como “plato fuerte” del Festival, la fantasmal reaparición de la cansada Liza Minelli? A esto se añaden otros inextricables misterios que, según se me comenta, ya trascienden nuestras fronteras (regionales, pero fronteras al fin y a la postre): ¿Por qué la insigne Zulema de la Cruz estrena todos los años? ¿Por qué el Cuarteto Parisii morirá con las botas puestas en el FIS (ya llevan viniendo, más o menos, unos quince años)?
Tela para cortar también nos da la ópera; la ópera del FIS, que cada año desciende otro escalón hacia lo oscuro, en ese extraño empeño de ofrecer un par de montajes cada vez más estrambóticos. Este debiera haber sido un año espectacular en lo operístico, dado el 400 aniversario de “la cosa” (Monteverdi y tal). Pues no. Nos quitaron el sueño con una Sonnambula que ni dormía ni cantaba, y luego nos remataron con una Tosca en que sólo lastimeros ayes ilustraban la tragedia. ¿Por qué no se opta por un solo montaje, pero digno y con cantantes de verdad? Y ya puestos a pedir, ¿qué decir de la práctica ausencia de música contemporánea en el FIS (lo único programado se ha llevado a San Vicente, bien lejos de la capital, por si las moscas)? Sí, ya recuerdo que aquí se pateó a Josep Pons y a Ligeti en jornada memorable… pero no por eso conviene desistir. La segunda mitad del siglo XX musicalmente existe, aunque no sugiera palmas como las del Concierto de Año Nuevo.
Igualmente se detecta una carencia lastimosa de personalidad. El Festival Internacional de Santander poco aporta ya que lo defina como tal. De hecho, nuestro amado FIS suele nutrirse de las actuaciones que tres o cuatro días antes han recalado en la Quincena Musical de San Sebastián, o en el Festival de Santiago, o en el de Perelada (no es de extrañar que se le otorgue en el marco del FIS al exdirector de Perelada “nuestra medalla de oro, consistente en un barco de plata”, según don José Luis Ocejo dixit). Y, para colmo, siempre nos toca oír de segundones, porque las rutilantes estrellas que nos deleitan con sus trinos han pasado siempre previamente por el resto de escenarios. ¿Realmente somos incapaces de diseñar una programación original, un Festival que se distinga del resto por su oferta específica, única?
Tal vez sea tiempo de abrir ventanas, de ventilar estancias. Ojalá el FIS de 2008 nos depare no sólo excelentes espectáculos aislados como los que este año hemos disfrutado, sino una programación integral a la altura de su –cada vez más mermado– prestigio.
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