Quién puede negar que la ópera está viviendo momentos… singulares. La ópera entendida como espectáculo eminentemente musical, en que debe primar la calidad de un libreto, de una composición y de unos cantantes empieza a oler a morgue –al menos en ciertos foros, tampoco es cosa de generalizar–; una morgue saturada de cadáveres en estado de alarmante putrefacción que, sin embargo, a nadie alarma. La epidemia ha tomado forma de invasión interdisciplinar: las artes estrictamente escénicas, las posibilidades multimedia, lo cinematográfico, la danza… se han adueñado del espacio correspondiente por tradición a lo operístico y ahí han entrado “a saco”, con propuestas que en ocasiones complementan con inteligencia y buen gusto la ópera en cuestión, pero que en muchas otras dejan mucho que desear.
El problema, me parece, con que solemos topar en este género de intervenciones es de doble especie: por una parte, hay montajes que, como las salsas en los restaurantes de mercancía dudosa, encubren la deficiencia del material. Cuántos espectadores recordamos buenos montajes con un elenco de cantantes desastroso o, como mínimo, mediocre. Los artífices de estos “toscos” errores no reparan en que cuando uno va a la ópera, va a la ópera y no al cine, de modo que, por muchas filminas bonitas que nos “echen”, eso no nos hace olvidar que en E lucevan le stelle no debe haber “gallos”, por mucho que Cavaradossi esté a punto de diñarla y no le llegue la camisa al cuello. Para gallos cadaverinos, con el de Sócrates nos bastamos y sobramos.
En otros casos lo que ocurre es que se contrata a un escenógrafo de relumbrón que, incluso con una buena orquesta y un buen ramillete de cantantes, se dedica a hacer de las suyas y a dejar a la ópera de turno a la altura del talón, con el único propósito del lucimiento personal. Que la ópera es cosa de divos es asunto secular, pero bastante tenemos con los divos de la voz para que nos cuelen también a los propios de las tablas o del celuloide. En ocasiones, este burdo interés crematístico ni siquiera se encubre: verbigracia, La Scala le encarga una Aida a Zeffirelli para que la saque del endeudado pozo en que se encuentra, y a los espectadores… pues que nos den por el péndulo. Ya con La Bohème de Zeffirelli en el Met empezaba a destaparse el tarro de la mermelada: “Of course, the particular individuals involved in this game become fairly unimportant, there was no danger that any character would distract a listener from the real star, Mr. Zeffirelli himself” [“quienes estaban involucrados en el juego pasaron naturalmente inadvertidos, no hubo peligro de que personaje alguno distrajera al auditorio de la auténtica estrella, que no era otra que el propio Zefirelli”], decía el crítico del New York Times con tal motivo, sin pelos en la glotis. En el Festival Internacional de Santander, faltaría más, también tuvimos el año pasado nuestra dosis de elegancia zeffirelliana con una Traviata que no se saltaba un gitano…
Por último, tampoco falta una tercera especie, que es un subproducto de la anterior: me refiero al escenógrafo provocador. Sabiendo que un sector del público se escandaliza todavía con un desnudo –o varios– y con un poco de suciedad aquí y acullá, llega el de marras y la organiza: nuestro buen Calixto, por ejemplo, nunca decepciona. El que sabe de qué va la historia no compra entradas en la primera fila, por si las manchas… pero siempre los hay desprevenidos. El espectáculo, en todo caso, está asegurado. Y la ópera… con alfileres.
Lo que ocurre con todos estos lunares, desgraciadamente, es que cada vez se rebaja más la exigencia en materia de canto, cada vez se malogran más cantantes jóvenes que saltan a la arena sin haber echado dientes, cada vez se anestesia más el criterio del público, cada vez se nos da más gato por liebre, cada vez nos comemos más piruletas envenenadas con buenos decorados, escenarios reversibles y vestuarios atigrados. Pero, ¿esto es ópera? Se entiende que Elizabeth Connell o Eva Marton o Juan Diego Flórez o Vivica Genaux o David Daniels o tantos otros no pueden hacernos un montaje aquí todos los días, aunque… de lustro en lustro sería de agradecer. Y que los costes no sean una excusa, que no lo son. Y si lo fueran… pues más nos vale Barbara Bonney a palo seco que Diletta Rizzo con volantes y Cine Exin. Por decir algo.
El problema, me parece, con que solemos topar en este género de intervenciones es de doble especie: por una parte, hay montajes que, como las salsas en los restaurantes de mercancía dudosa, encubren la deficiencia del material. Cuántos espectadores recordamos buenos montajes con un elenco de cantantes desastroso o, como mínimo, mediocre. Los artífices de estos “toscos” errores no reparan en que cuando uno va a la ópera, va a la ópera y no al cine, de modo que, por muchas filminas bonitas que nos “echen”, eso no nos hace olvidar que en E lucevan le stelle no debe haber “gallos”, por mucho que Cavaradossi esté a punto de diñarla y no le llegue la camisa al cuello. Para gallos cadaverinos, con el de Sócrates nos bastamos y sobramos.
En otros casos lo que ocurre es que se contrata a un escenógrafo de relumbrón que, incluso con una buena orquesta y un buen ramillete de cantantes, se dedica a hacer de las suyas y a dejar a la ópera de turno a la altura del talón, con el único propósito del lucimiento personal. Que la ópera es cosa de divos es asunto secular, pero bastante tenemos con los divos de la voz para que nos cuelen también a los propios de las tablas o del celuloide. En ocasiones, este burdo interés crematístico ni siquiera se encubre: verbigracia, La Scala le encarga una Aida a Zeffirelli para que la saque del endeudado pozo en que se encuentra, y a los espectadores… pues que nos den por el péndulo. Ya con La Bohème de Zeffirelli en el Met empezaba a destaparse el tarro de la mermelada: “Of course, the particular individuals involved in this game become fairly unimportant, there was no danger that any character would distract a listener from the real star, Mr. Zeffirelli himself” [“quienes estaban involucrados en el juego pasaron naturalmente inadvertidos, no hubo peligro de que personaje alguno distrajera al auditorio de la auténtica estrella, que no era otra que el propio Zefirelli”], decía el crítico del New York Times con tal motivo, sin pelos en la glotis. En el Festival Internacional de Santander, faltaría más, también tuvimos el año pasado nuestra dosis de elegancia zeffirelliana con una Traviata que no se saltaba un gitano…
Por último, tampoco falta una tercera especie, que es un subproducto de la anterior: me refiero al escenógrafo provocador. Sabiendo que un sector del público se escandaliza todavía con un desnudo –o varios– y con un poco de suciedad aquí y acullá, llega el de marras y la organiza: nuestro buen Calixto, por ejemplo, nunca decepciona. El que sabe de qué va la historia no compra entradas en la primera fila, por si las manchas… pero siempre los hay desprevenidos. El espectáculo, en todo caso, está asegurado. Y la ópera… con alfileres.
Lo que ocurre con todos estos lunares, desgraciadamente, es que cada vez se rebaja más la exigencia en materia de canto, cada vez se malogran más cantantes jóvenes que saltan a la arena sin haber echado dientes, cada vez se anestesia más el criterio del público, cada vez se nos da más gato por liebre, cada vez nos comemos más piruletas envenenadas con buenos decorados, escenarios reversibles y vestuarios atigrados. Pero, ¿esto es ópera? Se entiende que Elizabeth Connell o Eva Marton o Juan Diego Flórez o Vivica Genaux o David Daniels o tantos otros no pueden hacernos un montaje aquí todos los días, aunque… de lustro en lustro sería de agradecer. Y que los costes no sean una excusa, que no lo son. Y si lo fueran… pues más nos vale Barbara Bonney a palo seco que Diletta Rizzo con volantes y Cine Exin. Por decir algo.
Comentarios
¿Qué te voy a contar que no sepas? Es tan zafio todo últimamente, tan ofensivo, tan..., cutre que hasta avergüenza comentarlo. Desde que los directores de orquesta cedieron el testigo de la ópera a los escenógrafos (allá por los años setenta u ochenta), todo ha sido llanto y rechinar de dientes, y la cosa no tiene trazas de cambiar, porque éstos a su vez se lo cederán a los informáticos y "artistas" multimedia dentro de poco, si no lo han hecho ya. Si te crees que ya lo has visto todo y no se puede caer más bajo, espérate un poco y verás, verás...
Y a todo ésto, los cantantes qué dicen, eh. Nada. Para uno que encuentras que se rebela, cavando de ese modo su tumba profesional, los otros mil callan y se la envainan. Los agentes y las mafias de las compañías que controlan el cotarro están muy ocupadas ganando dinero. Como la gente no entiende ni distingue, pues a aprovecharse tocan, que luego vendrá el Tio Paco con la rebaja.
Besos.