El pasado jueves tuvo lugar, dentro de la programación del Festival Internacional de Santander, la tercera de las intervenciones del Boston Ballet, dirigido por Mikko Nissinen, con un programa íntegramente estructurado como homenaje al gran coreógrafo ruso-norteamericano George Balanchine, reconocido por algunos como “el arquitecto principal del ballet en los Estados Unidos”.
La jornada resultó agradable esencialmente en su diversidad –muestra de los variados intereses estéticos de Balanchine– y porque al mismo tiempo dio ocasión de escuchar dos obras específicamente interesantes: la Serenade de Chaikovsky y Los cuatro temperamentos de Hindemith. En el foso se encargó de la interpretación musical la Orquesta del Teatro Nacional de Ópera y Ballet de Lituania, justita en su lectura y a veces demasiado animosa con los tempi, por no hablar de un piano un tanto desorientado en algunos pasajes de la sección dedicada a Gershwin (Who cares?).
La Serenade de Chaikovsky resultó ser desde su concepción una pieza muy amada por el compositor, una pieza en homenaje a Mozart “nacida del corazón”, según sus propias palabras, de la que se encontraba “violentamente enamorado”. La traducción que Balanchine realiza de esta obra –por otra parte, su primera creación coreográfica en Estados Unidos, allá por 1934– es peculiar, dado que invierte los movimientos tercero y segundo y modifica igualmente el cuarto, dominado por alusiones al folklore ruso. El resultado es una visión muy coral, impregnada de un peculiar clasicismo, pero en cierto modo abstracta, más pendiente de la técnica y de las emociones que de un hilo narrativo que apenas se sostiene.
La inserción del Who cares? de Gershwin, música ligada a una antigua película de 1938 que el compositor no llegó a ver (muere en 1937), remite a una pieza en la que Balanchine se sumergía en sus propios recuerdos de juventud en los musicales de Broadway, aunque en realidad la coreografía no se estrenará hasta 1970. Tras el aura vagamente romántica aunque austera de Serenade, Who cares? introdujo en el programa un tono festivo en que el music-hall, el ambiente de los locos años 30 y la inspiración jazzística se adueñan del escenario. Sentimental y con un marcado swing que se alterna con unos pasos muy técnicos y académicos, la coreografía se inscribe en ese gusto prototípicamente norteamericano que, por otro lado, sigue manteniendo vivas las obras de Gershwin en tanto enseña de una época decisiva en el devenir de los Estados Unidos.
Pero probablemente, a mi juicio, la joya de la noche fue el rescate de esa bella obra que Paul Hindemith alumbró en los años 40 para que Balanchine trabajara sobre ella: Los Cuatro Temperamentos, obra de cuatro variaciones a partir de tres temas expuestos como introducción, obviamente inspirada en los cuatro tipos definidos por Hipócrates (melancólico, sanguíneo, flemático y colérico), y con referencias también a los cuatro elementos clásicos (tierra, aire, agua, fuego), a partir de la cual Balanchine entra sin ambages en el lenguaje de la danza contemporánea. El coreógrafo realiza aquí una reflexión estrictamente intelectual, sin carga narrativa alguna, próxima a una idea de danza destilada.
Las creaciones de Balanchine entrañan dificultad por el mestizaje de su estilo, entre lo “engañosamente académico” que le ha valido frecuentemente el título de “neoclásico” y la altísima exigencia dinámica, rítmica y espacial. De ello dio testimonio el trabajo del Boston Ballet, evidentemente comprometido –y subrayo lo de “evidentemente” porque fueron varias las ocasiones en que los bailarines acusaron tal contraste– en la traducción de estos “encuentros” conceptuales, con un resultado que destacó por su limpieza y sobriedad.
La jornada resultó agradable esencialmente en su diversidad –muestra de los variados intereses estéticos de Balanchine– y porque al mismo tiempo dio ocasión de escuchar dos obras específicamente interesantes: la Serenade de Chaikovsky y Los cuatro temperamentos de Hindemith. En el foso se encargó de la interpretación musical la Orquesta del Teatro Nacional de Ópera y Ballet de Lituania, justita en su lectura y a veces demasiado animosa con los tempi, por no hablar de un piano un tanto desorientado en algunos pasajes de la sección dedicada a Gershwin (Who cares?).
La Serenade de Chaikovsky resultó ser desde su concepción una pieza muy amada por el compositor, una pieza en homenaje a Mozart “nacida del corazón”, según sus propias palabras, de la que se encontraba “violentamente enamorado”. La traducción que Balanchine realiza de esta obra –por otra parte, su primera creación coreográfica en Estados Unidos, allá por 1934– es peculiar, dado que invierte los movimientos tercero y segundo y modifica igualmente el cuarto, dominado por alusiones al folklore ruso. El resultado es una visión muy coral, impregnada de un peculiar clasicismo, pero en cierto modo abstracta, más pendiente de la técnica y de las emociones que de un hilo narrativo que apenas se sostiene.
La inserción del Who cares? de Gershwin, música ligada a una antigua película de 1938 que el compositor no llegó a ver (muere en 1937), remite a una pieza en la que Balanchine se sumergía en sus propios recuerdos de juventud en los musicales de Broadway, aunque en realidad la coreografía no se estrenará hasta 1970. Tras el aura vagamente romántica aunque austera de Serenade, Who cares? introdujo en el programa un tono festivo en que el music-hall, el ambiente de los locos años 30 y la inspiración jazzística se adueñan del escenario. Sentimental y con un marcado swing que se alterna con unos pasos muy técnicos y académicos, la coreografía se inscribe en ese gusto prototípicamente norteamericano que, por otro lado, sigue manteniendo vivas las obras de Gershwin en tanto enseña de una época decisiva en el devenir de los Estados Unidos.
Pero probablemente, a mi juicio, la joya de la noche fue el rescate de esa bella obra que Paul Hindemith alumbró en los años 40 para que Balanchine trabajara sobre ella: Los Cuatro Temperamentos, obra de cuatro variaciones a partir de tres temas expuestos como introducción, obviamente inspirada en los cuatro tipos definidos por Hipócrates (melancólico, sanguíneo, flemático y colérico), y con referencias también a los cuatro elementos clásicos (tierra, aire, agua, fuego), a partir de la cual Balanchine entra sin ambages en el lenguaje de la danza contemporánea. El coreógrafo realiza aquí una reflexión estrictamente intelectual, sin carga narrativa alguna, próxima a una idea de danza destilada.
Las creaciones de Balanchine entrañan dificultad por el mestizaje de su estilo, entre lo “engañosamente académico” que le ha valido frecuentemente el título de “neoclásico” y la altísima exigencia dinámica, rítmica y espacial. De ello dio testimonio el trabajo del Boston Ballet, evidentemente comprometido –y subrayo lo de “evidentemente” porque fueron varias las ocasiones en que los bailarines acusaron tal contraste– en la traducción de estos “encuentros” conceptuales, con un resultado que destacó por su limpieza y sobriedad.
Comentarios
Balanchine (aun sabiendo de su arte) siempre me recordó a Sampan Konradiano en el delta del Mekong.
Anyway no respondiste sobre la Eru/dizión.
Era una pregunta?
Bello sonriso
anq piu dalla fotographía