Tras un intensísimo programa de representaciones –en concreto, 900, que no es poco– ha recalado en la Sala Pereda del Palacio de Festivales de Cantabria una de las propuestas escénicas más exitosas, no ya de la presente, sino de las últimas temporadas. En una época en que no es infrecuente escuchar a los apóstoles de la crisis del teatro como lenguaje artístico –al menos desde el peculiar punto de vista de la aceptación del público, pues la recaudación de taquilla es, velis nolis, el termómetro esencial de medición de las bondades de cualquier acto cultural– llega una obra como El Método Grönholm y rompe todos los esquemas. No es la primera vez que esto ocurre en nuestro país: obras como la aclamadísima e inteligente Arte, de Yasmina Reza, se han representado hasta la saciedad e incluso han conocido elencos variados en sus giras por España. El Método Grönholm ha llegado un poco más lejos, pues no sólo ha permanecido en cartel durante tres años –a pesar de su nombre un tanto enrevesado y de que su autor, Jordi Galcerán, no apostaba un euro por ella–, no sólo ha conocido versiones variadas con actores distintos -incluso una versión en catalán, dirigida por Sergi Belbel–, no sólo ha cosechado críticas positivas en todos los medios de manera prácticamente unánime, sino que además ha propiciado en 2005 la realización de una propuesta cinematográfica –denominada simplemente El Método– a cargo del director argentino Marcelo Pyñeiro, bien familiar para todos por la celebrada cinta Kamchatka.
Con todo este bagaje a sus espaldas, El Método Grönholm –en el montaje sugerido por la británica Tamzin Townsend, quien por cierto ya había dirigido anteriormente, aun con menor éxito, Palabras encadenadas, del propio Galcerán– se ha representado al fin en Santander, y el prolongado y conocido itinerario ya descrito ha permitido detenerse más en la apreciación de la “carpintería” teatral del texto que en la resolución del conflicto casi policiaco planteado por el argumento, que es la tentación que, a priori, sugiere con facilidad una obra con las características de ésta. Y es que, a estas alturas de la cosa, es difícil que haya alguien que no sepa que El Método Grönholm trata acerca de una selección de personal a puerta cerrada, selección que confronta en la misma sala a cuatro candidatos a un puesto de alta dirección mediante una serie de pruebas a cual más grotesca y exasperante. A partir del desarrollo del proceso de selección se irán haciendo manifiestas las íntimas contradicciones y miserias de cada uno de los candidatos, que no dudan en usar sus “armas” personales más recónditas para imponerse a los demás. En última instancia, y valiéndose de un tour de force bastante retorcido, el autor plantea una solución relativamente imprevista –sólo relativamente– y añade una paletada más de crudeza a la que ya se había estado cociendo y exponiendo a lo largo de la obra (la frase final “no buscamos a una buena persona que parezca un hijo de puta sino un hijo de puta que parezca una buena persona” da sobrada cuenta de ello).
La clave elegida por Jordi Galcerán para abordar este peculiar conflicto ha sido la comedia; algo que, a mi juicio, constituye un gran acierto y al tiempo una limitación. El tono de comedia anula de entrada la tensión en el acercamiento que in crescendo se realiza a un asunto ciertamente desagradable; en este sentido, la película de Pyñeiro es mucho más violenta psicológicamente ya desde la primera escena, y ello condiciona el calibre de crueldad en las escenas que se van sucediendo. Galcerán, pues, puede permitirse desde la plácida sonrisa cínica del perro ir poniendo sobre el tapete un progresivo “quién da más” en el horror, amparado en la seguridad que le proporciona la carcajada que relaja lo terrible de la situación. Ahora bien, ¿qué ocurre cuando hasta la durísima frase que cierra y dota de sentido último a la obra (la explicitada más arriba) nos hace sonreír en su contexto? Tal vez sea el momento de plantearse que algo no ha salido bien del todo, al menos desde el punto de vista ético. Los espectadores no salen espantados –como deberían– de El Método Grönholm, sino vagamente reflexivos acerca de “lo mal que están las cosas en el mundo del trabajo” y deseosos de encontrar un café o un restaurante para charlar a gusto acerca de lo bien que lo han pasado en el teatro. Ello significa un éxito indiscutible de la obra sobre las tablas, quién lo duda –por otra parte, el deseable y legítimo propósito de cualquier autor que se precie–, pero a la vez un cierto desencanto de la capacidad de concienciación, de humanización, que puede –e inocentemente pienso: debe– alentarse desde el teatro. Por lo demás, me pregunto por qué Jordi Galcerán se lleva su obra hasta una multinacional sueca –de nombre sospechosamente semejante al de una empresa de muebles baratos por todos conocida– cuando la perversidad de los departamentos de Recursos (In)Humanos en España no tienen nada que envidiar a la propia de los foráneos.
¿Significan estas observaciones una crítica negativa al texto de Galcerán? Decididamente, no. El autor es perfectamente consciente de sus recursos y los emplea con seguridad y eficacia. La obra, que está bien construida, se apoya en un cierto sentido del suspense bien integrado, con los golpes precisos en los momentos precisos; lo mismo ocurre con la dosis de comedia, que se administra con sensata discreción, aunque hay ocasiones en que apela a situaciones un poco disparatadas y a un cierto regodeo en el “taco” para suscitar un humor más básico, menos “intelectual”. El tiempo teatral está también bien manejado, y los personajes resultan equilibrados (el antipático competitivo, el bobo gracioso, la razonable mesurada y el cordial de transición), incluso cuando sus personalidades se desdoblan y en ciertas escenas cambian radicalmente. La inserción de los elementos despiadados se realiza de modo progresivo y acertado, aun desde la perspectiva un poco naïve ya comentada.
El montaje de Townsend es apropiado por su trabajada sencillez, si bien la música de inicio y fin resulta un poco agresiva y quizá superflua. El escenario está bien concebido, con un buen espacio escénico delimitado por tres asientos, un fondo fijo y una puerta que adquiere protagonismo. Sí se ha echado en falta, tal vez, una mayor elocuencia de las luces a la hora de acompañar la evolución de la obra. Los actores están en su papel –sería de delito lo contrario, tras la friolera de representaciones a las espaldas-: una buena y sostenida interpretación la de Carlos Hipólito (archiconocido y archipremiado, y que ya había trabajado en Dakota, también de Galcerán), y especialmente destacables la de María Pujalte, muy solvente pese a ser la menos “histriónica” del grupo, y la de Jorge Roelas (nominado a los Goya en 2005 como actor revelación por Tiovivo c. 1950), convincente en sus difíciles cambios de registro. Eleazar Ortiz (un habitual de las teleseries españolas más populares) fue más irregular, con momentos elegantes que alternaron con caídas en el exceso gestual.
El origen de las especies y la teoría de la selección natural siguen vigentes a pesar del paso de los siglos. El Método Grönholm lo deja bien clarito, por si alguien no se había dado cuenta.
Con todo este bagaje a sus espaldas, El Método Grönholm –en el montaje sugerido por la británica Tamzin Townsend, quien por cierto ya había dirigido anteriormente, aun con menor éxito, Palabras encadenadas, del propio Galcerán– se ha representado al fin en Santander, y el prolongado y conocido itinerario ya descrito ha permitido detenerse más en la apreciación de la “carpintería” teatral del texto que en la resolución del conflicto casi policiaco planteado por el argumento, que es la tentación que, a priori, sugiere con facilidad una obra con las características de ésta. Y es que, a estas alturas de la cosa, es difícil que haya alguien que no sepa que El Método Grönholm trata acerca de una selección de personal a puerta cerrada, selección que confronta en la misma sala a cuatro candidatos a un puesto de alta dirección mediante una serie de pruebas a cual más grotesca y exasperante. A partir del desarrollo del proceso de selección se irán haciendo manifiestas las íntimas contradicciones y miserias de cada uno de los candidatos, que no dudan en usar sus “armas” personales más recónditas para imponerse a los demás. En última instancia, y valiéndose de un tour de force bastante retorcido, el autor plantea una solución relativamente imprevista –sólo relativamente– y añade una paletada más de crudeza a la que ya se había estado cociendo y exponiendo a lo largo de la obra (la frase final “no buscamos a una buena persona que parezca un hijo de puta sino un hijo de puta que parezca una buena persona” da sobrada cuenta de ello).
La clave elegida por Jordi Galcerán para abordar este peculiar conflicto ha sido la comedia; algo que, a mi juicio, constituye un gran acierto y al tiempo una limitación. El tono de comedia anula de entrada la tensión en el acercamiento que in crescendo se realiza a un asunto ciertamente desagradable; en este sentido, la película de Pyñeiro es mucho más violenta psicológicamente ya desde la primera escena, y ello condiciona el calibre de crueldad en las escenas que se van sucediendo. Galcerán, pues, puede permitirse desde la plácida sonrisa cínica del perro ir poniendo sobre el tapete un progresivo “quién da más” en el horror, amparado en la seguridad que le proporciona la carcajada que relaja lo terrible de la situación. Ahora bien, ¿qué ocurre cuando hasta la durísima frase que cierra y dota de sentido último a la obra (la explicitada más arriba) nos hace sonreír en su contexto? Tal vez sea el momento de plantearse que algo no ha salido bien del todo, al menos desde el punto de vista ético. Los espectadores no salen espantados –como deberían– de El Método Grönholm, sino vagamente reflexivos acerca de “lo mal que están las cosas en el mundo del trabajo” y deseosos de encontrar un café o un restaurante para charlar a gusto acerca de lo bien que lo han pasado en el teatro. Ello significa un éxito indiscutible de la obra sobre las tablas, quién lo duda –por otra parte, el deseable y legítimo propósito de cualquier autor que se precie–, pero a la vez un cierto desencanto de la capacidad de concienciación, de humanización, que puede –e inocentemente pienso: debe– alentarse desde el teatro. Por lo demás, me pregunto por qué Jordi Galcerán se lleva su obra hasta una multinacional sueca –de nombre sospechosamente semejante al de una empresa de muebles baratos por todos conocida– cuando la perversidad de los departamentos de Recursos (In)Humanos en España no tienen nada que envidiar a la propia de los foráneos.
¿Significan estas observaciones una crítica negativa al texto de Galcerán? Decididamente, no. El autor es perfectamente consciente de sus recursos y los emplea con seguridad y eficacia. La obra, que está bien construida, se apoya en un cierto sentido del suspense bien integrado, con los golpes precisos en los momentos precisos; lo mismo ocurre con la dosis de comedia, que se administra con sensata discreción, aunque hay ocasiones en que apela a situaciones un poco disparatadas y a un cierto regodeo en el “taco” para suscitar un humor más básico, menos “intelectual”. El tiempo teatral está también bien manejado, y los personajes resultan equilibrados (el antipático competitivo, el bobo gracioso, la razonable mesurada y el cordial de transición), incluso cuando sus personalidades se desdoblan y en ciertas escenas cambian radicalmente. La inserción de los elementos despiadados se realiza de modo progresivo y acertado, aun desde la perspectiva un poco naïve ya comentada.
El montaje de Townsend es apropiado por su trabajada sencillez, si bien la música de inicio y fin resulta un poco agresiva y quizá superflua. El escenario está bien concebido, con un buen espacio escénico delimitado por tres asientos, un fondo fijo y una puerta que adquiere protagonismo. Sí se ha echado en falta, tal vez, una mayor elocuencia de las luces a la hora de acompañar la evolución de la obra. Los actores están en su papel –sería de delito lo contrario, tras la friolera de representaciones a las espaldas-: una buena y sostenida interpretación la de Carlos Hipólito (archiconocido y archipremiado, y que ya había trabajado en Dakota, también de Galcerán), y especialmente destacables la de María Pujalte, muy solvente pese a ser la menos “histriónica” del grupo, y la de Jorge Roelas (nominado a los Goya en 2005 como actor revelación por Tiovivo c. 1950), convincente en sus difíciles cambios de registro. Eleazar Ortiz (un habitual de las teleseries españolas más populares) fue más irregular, con momentos elegantes que alternaron con caídas en el exceso gestual.
El origen de las especies y la teoría de la selección natural siguen vigentes a pesar del paso de los siglos. El Método Grönholm lo deja bien clarito, por si alguien no se había dado cuenta.
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